Ciudadano antes que nada (es decir ente civil), personaje conspicuo de la Colonia Portales, cronista sin diploma de la ciudad, talentoso testigo de los aconteceres de la megalópolis, viajero de la cuadra y la colonia, historiador del instante, Carlos Monsiváis publicó en vida un último libro dedicado a su amado monstruo: Apocalipstick. En las primeras páginas de tan importante testimonio, hallé lo siguiente:
—¿Por qué, pese a todo, puede gustar la ciudad de México? Porque allí el anonimato es una variedad del protagonismo.
—La urbe es un comedero omnipresente, es el bebedero sin reposo, es la danza del subempleo alrededor de los semáforos, es el frotadero de almas en el vagón del Metro (los cuerpos ya no cupieron)…
—Una cola es la distancia más corta entre la paciencia y la disolución del Yo.
—Aquí ni siquiera dan ganas de rezar. Ni el Señor individualiza las voces de tanta gente.
—La ciudad crece en dirección opuesta a la autoestima de sus habitantes.
—En tanto armazón declarativo, la sociedad va detrás de su propio desarrollo.
—Esta ciudad es terrible, pero en mi casa todavía hay agua y luz eléctrica.
—Vivir en la ciudad de México es adaptarse a lo inminente, por lo común una versión levemente agigantada de lo ya existente.
—El estatus se mide por las medidas de protección, y un megamillonario con veinte guardaespaldas aprende a vivir en el populoso aislamiento de la jerarquía.
—Las minorías también tienen demasiados habitantes.
—La renta del espacio incluye el fragmentarse al infinito, la refundación de los milagros, la celebración de los elementos dispares, la nulificación de lo bello y lo ridículo a cargo de las multitudes.
—Se pierde el horizonte unificador porque cada vida se desbarata y comprime en los tiempos del tránsito, del trabajo, de la amistad, de las expectativas, de las frustraciones.
—Cada quien es único, pero las maneras de ser único se parecen demasiado entre sí.
—La ciudad de México día a día se precipita a su final y, también a diario, se reconstituye con la energía de las multitudes convencidas de que no hay ningún otro sitio a dónde ir.
—La calle: el espectáculo que compite gloriosamente en vano contra la televisión.
Pepené estos certeros aforismos de las primeras 33 páginas del testamento urbano de “Monsi”, y no creo que nadie a quien le interese de verdad conocer el pulso de la capital de México pueda prescindir de él.
¡Son 417 páginas de diagnóstico de esta megalópolis taquicárdica! Y el médico es un señor que jamás condujo un coche, que hizo del llegar tarde una forma de la puntualidad, que supo estar en Satélite y Xochimilco al mismo tiempo, que le habló al oído a todos los jefes de gobierno de la imposible capital, que hizo del aventón un medio de transporte público, que observó de cerca el estallido demográfico que inició con el nacimiento del PRI, que regañó con valentía a López Obrador por bloquear la calle (esa poco fluida libertad) con sus protestas, que estuvo en la sombra estratégica de la legalización de las bodas gay, que fue, en fin, el traductor simultáneo de una realidad citadina que estábamos dejando de entender.
Apocalipstick es, como casi todos los libros de Carlos Monsiváis, un libro de género huidizo donde caben el ensayo, la crónica, la antología de dichos y el destilado de la jerga popular. Del ridículo aislamiento del millonario al desamparo creativo del indigente, todos los habitantes de la urbe salimos retratados en esta biblia laica del chilango que también es un manual de sobrevivencia. ¿Intuyó Monsiváis que este era su último libro, su legado para ese animal único que somos? No lo creo, porque siempre estaba trabajando en un libro más (ordenar su bibliografía será una tarea mucho más complicada de lo que parece), y es justamente el encuentro azaroso de la desaparición física del autor con la aparición de Apocalipstick lo que le confiere a estas páginas un redoblado valor: el del inevitable testimonio, una especie de epitafio interminable.
Termino con dos consejos escritos por Carlos Monsiváis desde el futuro (es el año de 2210):
—Si se anuncia la gran catástrofe, no vendas todas tus propiedades, por devaluadas que estén. Resérvate tu casa, la comida real y virtual y un caudal de DVD por si el Juicio final se prolonga al ser tantos los enjuiciados y tan escasos los abogados defensores.
—No se te ocurra liquidar tus deudas. Limítate a decir “el de atrás paga” y a ver quién se hace cargo de tu cartera vencida en las prisiones de la eternidad.

