Tiene razón José Antonio Aguilar cuando dice que las opiniones que apostillan las noticias y editoriales de prensa en Internet, como las que hay seguramente al pie de este texto, contribuyen muy poco a la calidad de la vida pública del país. Tiene razón cuando dice que en ese espacio “la norma es la falta de civilidad”: la mayoría de las notas “son breves, están mal escritas, con pésima ortografía y sintaxis”. Y la mayoría son insultantes. No críticas, no discrepantes, sino directa y gratuitamente ofensivas, sin otro argumento que el insulto.
Tiene razón Aguilar cuando dice que el “democratismo”, la idea de que “todas las expresiones son iguales… y todas deben ser escuchadas con el mismo respeto”, el democratismo, sirve de coartada para que los editores de los periódicos “claudiquen en su responsabilidad editorial” de filtrar lo que se publica. Y eso seguramente tiene consecuencias para nuestra vida pública, porque tarde o temprano nos acostumbramos a ese tono pendenciero, resentido y zafio, a la gresca y las injurias. Y todo pasa.
Con todo, vale la pena leer los comentarios por lo que revelan de esa porción del público. No es la mayoría, ya lo sé, ni siquiera una minoría representativa. Es un grupo más o menos activo, más o menos atento, de gente que se siente autorizada para opinar y que querría que su opinión se tuviese en cuenta. Y que está enojada. Bien. Es muy curiosa la idea que tienen del espacio público y de su propio lugar en el espacio público.
Con mucha frecuencia, cuando se trata de rebajar a quien firma una columna, para dar a entender que su opinión no tiene importancia, se dice que es un desconocido. Nunca había oído hablar de él, no tengo idea de quién sea, nadie conoce al tal Fulano. No se les ocurre pensar —es curioso— que eso pudiera volverse en su contra, es decir, que se tratara de un experto más o menos reconocido, un académico, un intelectual de prestigio al que tendrían que haber conocido. Y no se les ocurre pensarlo porque imaginan una fama estridente e inescapable: televisiva. Aparte de Carlos Fuentes, de cualquiera puede decirse que es un desconocido. En el espacio público, tal como ellos lo habitan, la fama es el criterio que decide la importancia de una opinión.
Oblicuamente, vienen a decir lo mismo cuando lanzan la amenaza más terrible que les cabe imaginar: no volveré a leerlo. En cualquier otro contexto resultaría extrañísimo, porque precisamente nadie querría volver a ver a ese contertulio ofensivo, iracundo y zafio, y lo mejor que podría pasar sería que desapareciese. Bien. Lo que se supone es que todo aquel que publica quiere tener muchos lectores, siempre más lectores, de modo que la amenaza de perder aunque sea a uno es dolorosa. No piensan que en el espacio público pueda haber otra lógica aparte de esa afanosa búsqueda de lectores, para ser cada día más famoso.
En alguna medida se explica porque, a juzgar por lo que escriben, en su cabeza fama equivale a dinero. Imaginan que las opiniones importantes, las que hay que tomar en cuenta, es decir, las de gente famosa, cuestan más dinero, y que las otras, las de la gente que ellos no conocen o que pueden decir que no conocen, son más baratas. No están del todo descaminados, tampoco aciertan del todo. Lo curioso es que acepten con perfecta naturalidad que el sistema de la fama, duplicado por el dinero, establezca los criterios de relevancia en el espacio público.
Resulta un poco triste, pero no imaginan otro poder sino el (limitadísimo) poder del consumidor, que en este caso se traduce en no leer. O amenazar con no volver a leer. Supongo que piensan que eso tiene como consecuencia una merma de la fama, que finalmente afecta al bolsillo. Si es ingenuidad o tontería casi da lo mismo. Los amenazantes lectores imaginan que como público están en el origen del sistema de la fama, y hablan en consecuencia, como detentadores de un enorme poder. Ellos han hecho famoso a Carlos Fuentes, eso imaginan, ellos pueden deshacer la fama de quien sea. En el mejor de los casos, la amenaza de no leer es una especie de abucheo. La única reacción imaginable para quienes entienden el espacio público como un circo en el que les toca el papel de espectadores; un circo en el que los payasos, compiten por el aplauso del graderío.
Es muy reveladora la indignación que manifiestan cuando alguien se refiere a sus opiniones. En general, nadie les hace ni caso. Algunas veces, pocas, los han mencionado, en tono más o menos crítico, Denise Maerker, Ciro Gómez Leyva, Héctor Aguilar Camín. La reacción es automática, furiosa: ¡no se metan con los lectores! ¡No juzguen, no sean intolerantes, respeten los comentarios! Puesto en blanco y negro eso significa que quieren opinar y no sólo opinar sino injuriar, calumniar, insultar, en la más perfecta impunidad. Sin que nadie se fije en ellos, ni mucho menos les pueda afear su conducta. Es decir: se piensan como espectadores de circo, de carpa, pero espectadores de gallinero, que pueden gritar insultos desde el anonimato y sin consecuencias. Son el respetable público. El respetable.