La diosa en el centro

El 2 de octubre de 2006, un grupo de ingenieros y arqueólogos trabajaba en el corazón de la ciudad de México, frente al Templo Mayor, cuando uno de los obreros impactó con su pico una roca de dimensiones inusitadas: ese golpe marcó uno de los hallazgos más importantes en la historia de la arqueología mexicana.

La piedra formaba parte de la monumental escultura de la Tlaltecuhtli, diosa de la tierra y de la muerte que todo lo engendra y todo lo devora. Es fascinante pensar cómo esa representación (y tantas otras que aún pulsan en el subsuelo de la ciudad) resistió el paso de los años y soportó el peso de cinco siglos de construcciones. Al asomar uno de sus cantos, la Tlaltecuhtli se afirmó como lo que es: un mensaje del pasado, un monolito que da cuenta de nuestra cultura fundacional.

El hallazgo es el más reciente —no será el último— de una serie que comenzó el 13 de agosto de 1790, cuando la Coatlicue mostró su collar de corazones en la Plaza de Armas (es decir el Zócalo) de la capital novohispana. Días después, el 17 de diciembre, el formidable disco de la Piedra de Sol fue hallado a poca distancia de ahí. Poco menos de dos siglos después, el 21 de febrero de 1978, un grupo de obreros de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro dejó al descubierto, célebremente, a la diosa mexica de la luna, la Coyolxauhqui, hija de Coatlicue. Menciono sólo los hallazgos más espectaculares que a lo largo de los siglos se han llevado a cabo bajo nuestros pies y que demuestran, por un lado, que los aztecas no sólo eran un pueblo de guerreros sino que tenían una avanzada concepción del cosmos y del paso del tiempo; y por el otro que la centralidad de la antigua Tenochtitlan se ha mantenido, sorprendentemente, a lo largo de los siglos hasta desembocar en lo que hoy conocemos como el Centro de la ciudad de México y que en efecto lo es, un verdadero “centro de centros”, el ombligo inamovible de nuestra civilización. Así de elocuentes son las piedras.

No es que esta información sea parte de mi plática de todos los días, pero sí lo es para el arqueólogo Leonardo López Luján, a quien podríamos considerar —junto con Eduardo Matos Moctezuma— como uno de los padres de la Tlaltecuhtli o, para no exagerar, como su devoto estudioso y guardián. He leído con deleite su libro (sobriamente titulado Tlaltecuhtli y coeditado por el INAH, el CNCA y la Fundación Conmemoraciones 2010) dedicado a explicarnos a los ignorantes la importancia del hallazgo y los aspectos materiales, técnicos, funcionales y simbólicos del monumento escultórico mexica más grande que se conozca hasta la fecha.

No es éste el espacio para entrar en detalles, baste decir que el autor, antes de profundizar en el análisis simbólico de la representación de la diosa, se lleva varias páginas estudiando sus aspectos materiales y cromáticos. Uno creería que ese lenguaje especializado, que bebe de fuentes históricas, sería una especie de espantalectores que, por simple asombro y curiosidad, se asomen al libro. No es así, al menos para quien firma estas líneas. O si no me creen, lean esta descripción del pigmento negro (“negro de humo” o tlilli ócotl) que aparece en el Códice Florentino de Bernardino de Sahagún y que se cita en el libro:

Tlilli: es el humo del pino; es el hollín del pino. Es ennegrecedor de las cosas; es entintador de las cosas; es dibujador de cosas; es oscurecedor de cosas. Molido, muy molido, hecho polvo. Receptor de agua, se diluye en agua; se fija en el agua. Yo entinto algo, ennegrezco algo, oscurezco algo con tinta, dibujo algo con tinta, lleno de tinta algo, mancho algo.

Me parece absolutamente conmovedor, pero me desvío del tema central:

Tlaltecuhtli, diosa de la tierra a quien se ha definido como “el monstruo caótico del cual nacieron el orden, las plantas, la humanidad, el monstruo fértil que, habiendo sido muerto, explota de vida, el devorador que nutre y hace vivir, la Tierra que, con el Sol, se reparte el imperio del mundo”. Ni más ni menos, y todo a unas cuantas cuadras de Sanborn’s.

La dualidad vida-muerte la explica la creencia de los mexicas en que “la tierra es al mismo tiempo útero materno y tumba de todo lo vivo”, en palabras de López Luján. Y sí, no es difícil entender la mentalidad religiosa mesoamericana en que la vida engendra a la muerte y de la muerte renace la vida. Basta con ver de frente a la Tlaltecuhtli: ese chorro de sangre que asciende de su propio abdomen y que ella bebe, esa cabellera rizada que es señal del inframundo, ese vientre que ha parido en incontables ocasiones, esa falda con motivos de cráneos y huesos, y en fin: esa sonrisa destructora y generatriz.

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