Columna invitada CSG: Intelectuales orgánicos: un debate empobrecido

Columna

Por Carlos Salinas

En un medio dominado por versiones simplistas de la realidad, lo que impera es la polarización y la disputa estéril. En lugar de argumentos, la proliferación de estereotipos. El debate público se ha reducido a una confrontación insustancial promovida por los intelectuales que coinciden con el neoliberalismo y los que comulgan con el ideario neopopulista. ¿Qué hacer? La alternativa ciudadana. Ése es el título del libro que ahora se presenta al público.

En alguna medida, este empobrecimiento de la discusión obedece a una circunstancia fechable: años antes de perder la presidencia de la República, el PRI comenzó a sufrir derrotas recurrentes en el campo de la discusión ideológica, acaso porque no supo justificar, mucho menos renovar, sus proyectos y aspiraciones fundacionales. La fragilidad doctrinaria que por esos años empezó a mostrar el partido dio pie a que su imagen, antes propositiva y compleja, sufriera un quebranto decisivo.

Hace no mucho tiempo, durante una entrevista, Héctor Aguilar Camín hizo una declaración que vale la pena transcribir aquí, porque expresa una visión característica de muchos intelectuales, analistas y comunicadores de nuestros días: “Todo nos parece poco porque estamos de mal humor, porque tenemos un litigio muy serio con México. A los periodistas, a los intelectuales no nos gusta este país, nunca nos ha gustado, hemos construido una épica de la crítica que se aproxima mucho a la derogación, cuando no a la quejumbre”.

Los intelectuales orgánicos: para una relectura de Gramsci

Los intelectuales orgánicos son aquellos cuya labor central consiste en abonar argumentos a favor de ciertas ideas y proyectos, para convertirlos en dominantes a través del consentimiento o la aceptación social y no de la coerción. Su influencia en el campo de la cultura, y con frecuencia en el de la moral, suele traducirse en una victoria sobre la sociedad civil. Para comprender su significado y su importancia en el mundo contemporáneo, conviene la lectura actualizada de Antonio Gramsci, político, profesor, ideólogo, dirigente partidista y luchador social.

Para Eric Hobsbawn, “Términos gramscianos tan característicos como ‘hegemonía’ aparecen en la discusión marxista y no marxista de la historia y la política”. Por su cuenta, Roger Simon y Stuart Hall han destacado que en el pensamiento del gran luchador italiano se manifiesta una concepción del poder que no excluye los aspectos morales, intelectuales y culturales. Asimismo, para Simon y Hall en el ideario de Gramsci juega un papel relevante la interrelación entre autoridad, liderazgo, dominación y “educación para el consenso”.

Gramsci desarrolla tres nociones fundamentales: intelectual orgánico, hegemonía y sociedad civil. Ahí donde la toma del poder no se da acompañada del consenso social con el grupo que lo ha asumido, la autoridad tiene que imponerse mediante los aparatos represivos del Estado, lo cual conduce a una situación permanente de inestabilidad y conflicto. Es preciso, entonces, convencer para vencer. Y ese convencimiento tiene que lograrse de manera principal entre los distintos grupos sociales.

Intelectuales orgánicos

El grupo que toma el poder del Estado (recuérdese que para Gramsci el Estado se define como sociedad política) tiene que construir consenso entre la sociedad civil. El consenso es el instrumento necesario para establecer hegemonía, y son los intelectuales afines al grupo en el poder los encargados de conformar el discurso capaz de obtener la aprobación social.

Incluso antes de alcanzar el poder, reconoce el gran luchador italiano, es preciso conformar una “hegemonía política”. No hay intelectuales independientes, afirma categórico: cada uno de ellos aparece inserto en el grupo social que le dio origen y comprometido con él.

Hegemonía: consentimiento sin coerción

La hegemonía atañe “al orden público del consentimiento obtenido socialmente, representa una dominación alcanzada mediante la acción cultural, no por la fuerza de la autoridad. No es la cultura preponderante sino la lucha por mantenerla como tal”. Ya en el ejercicio del gobierno, a una posición dominante conseguida mediante el consenso se le denomina “hegemonía acorazada de coerción”.

El ejercicio del poder implica una mezcla equilibrada de coerción y persuasión, fuerza y consentimiento, autoridad y hegemonía. Esta última supone una relación de dominio, no por medios coercitivos sino a través del consentimiento ganado con recursos políticos e ideológicos, mediáticos y culturales.

El papel central de la sociedad civil

La sociedad civil está conformada por instituciones: sindicatos, partidos políticos, escuelas, Iglesias, la familia. Es en su seno donde, según Gramsci, se libran los debates políticos e ideológicos, es decir, las batallas por la hegemonía. La sociedad civil es la esfera en la que se constituyen el consenso y el poder hegemónico.

Aquí conviene anotar que la situación de Italia en tiempos de Gramsci no era similar a la del México de hoy, sobre todo en lo relativo a la ubicación de los partidos políticos como parte de la sociedad civil. En realidad, en México la mayor parte de los partidos surgió como productos del Estado (excepto el PAN, creado en 1938, y el Partido Comunista Mexicano, que obtuvo su registro legal mediante la reforma política de los setenta).

Intelectuales orgánicos en México: incapacidad de establecer consenso sin coerción

Dadas las condiciones de polarización que hoy vive el país, con una sociedad no sólo dividida sino también desinformada, todo parece indicar que no se ha logrado generar un verdadero “consenso sin coerción”. Es clara la incapacidad de los intelectuales de nuestros días, tanto de los que se inscriben en la alternativa neopopulista como de los que se forman en las filas del neoliberalismo, para establecer consensos en la sociedad civil.

En buena parte esto tiene que ver con la tendencia de algunos intelectuales a responder a diferentes requerimientos: los del gobierno en turno; los de algún proyecto de poder político o empresarial, nacional o internacional; o bien los de uno o varios grupos (educativos, académicos, culturales) con influencia en los aparatos del Estado.

Enrique Krauze encabeza la lista de intelectuales orgánicos afines a los gobiernos neoliberales que han presidido el país durante los últimos sexenios. No obstante, hay que apuntar su clara inclinación a dejarse llevar por los vientos del gobierno en turno.

Para muestra un botón. Durante los años correspondientes a la administración que me tocó encabezar, Krauze elogió sin empacho las reformas económicas que en ese entonces impulsé. En 1995 dio un viraje y encaminó su apoyo, junto con sus entusiasmos, hacia el gobierno neoliberal que mi sucesor implantó desde que decidió aceptar el paquete de condiciones que los Estados Unidos le impusieron a México a cambio del rescate financiero de nuestro país, tras el error de diciembre de 1994.

Gran cacique cultural, indigno heredero del legado intelectual de uno de los más notables hombres de letras del siglo XX mexicano, Krauze, el historiador, ha convertido en método lo que en un principio fue una necesidad a la medida de su conveniencia: hacer de la historia una suma de anécdotas triviales, para enseguida “emborronar” o desvanecer la interpretación de los hechos y proponer un relato casi mitológico de los acontecimientos nacionales. Para tratar de llenar las lagunas surgidas de su falta de rigor, con frecuencia recurre a fórmulas prefabricadas. Todo esto le permite, por lo demás, mudar de posición para acogerse al proyecto del poder en turno. “La historia según Krauze” ha derivado en fruslerías y en tanteos epidérmicos, todo como resultado del escaso sustento de sus investigaciones y la débil comprensión de los hechos que pretende referir.

Diversos historiadores profesionales, tanto de Estados Unidos como de Europa, opinan que los trabajos de Krauze carecen del más elemental esfuerzo de investigación. El ingeniero industrial y maestro en historia no suele acudir a fuentes primarias, no coteja su información con un método analítico, ni intenta establecer razonamientos objetivos, ni reconoce de manera honesta los aportes de sus colaboradores.

Método y herramientas para emborronar la historia

El “emborronamiento” de la historia, la producción de textos que distorsionan de manera deliberada la realidad, han sido analizados por Daniel Jonah Goldhagen, autor de Los verdugos voluntarios de Hitler. A estas fabulaciones imprecisas y mitologizantes del pasado presentadas a título de realidad histórica, Goldhagen les dedica un reproche esencial: quienes las producen, falsos historiadores que se empeñan en ejercer una grosera manipulación de los hechos del pasado, eluden toda responsabilidad moral y política.

Buen discípulo, Krauze entorpece de manera deliberada la comprensión del régimen neoliberal al omitir la mención de ciertas políticas impuestas desde el exterior que llevaron a la crisis de 1995, con sus secuelas devastadoras: una catástrofe social, una deuda sin precedente, el saqueo, la corrupción implicada en el caso Fobaproa y la entrega del sistema de pagos a intereses extranjeros. Tampoco registra otros efectos indeseables de las administraciones neoliberales: el debilitamiento de la soberanía, la democracia disminuida, el desplome de la producción de energéticos, la protección de los monopolios, el derrumbe de la calidad educativa y el abandono del campo. No son fortuitos estos ocultamientos en su visión selectiva de la historia: forman parte de una minuciosa tarea “funcional”, cuya finalidad es construir una imagen que permita el mantenimiento y la expansión de los poderes emergentes o hegemónicos.

La superficialidad como recurso

A la hora de fabricar sus tesis Krauze ha permanecido en la superficie. Vale la pena sumar un nuevo ejemplo. A principios del 2006, año de elecciones, el ingeniero escribió una nota sobre la imposibilidad de que el Partido Revolucionario Institucional recuperara el poder presidencial. Con la intención de esgrimir argumentos concluyentes, definió a este partido como “una oligarquía corrupta”. Pero a la luz de su historial, su pretendido repudio a los sistemas de este corte sólo puede entenderse como parte de un montaje. Como muchos saben, para entonces el ingeniero ya ocupaba un lugar en el Consejo de Administración de la empresa televisora más poderosa del país. Además, encabezaba los consejos de una serie de sociedades de su propiedad, mismas que participaron en negocios con la “oligarquía” priista durante muchos años.

Durante una comida con otros políticos, el líder de la fracción panista del Senado durante el segundo gobierno neoliberal describió, en tono más bien jocoso, la forma impúdica en que Krauze lo llamó a que lo pusiera en la lista de candidatos a la medalla Belisario Domínguez. La anécdota vale como una de especial relevancia, entre las muchas que detallan el talante oportunista del dueño y director de la revista Letras Libres.

Los intelectuales afines al neopopulismo autoritario

Entre los intelectuales vinculados al neopopulismo, el otro polo simplificador de la discusión ideológica en el México actual, destaca Lorenzo Meyer. En el ejercicio de sus derechos y libertades, y en buena hora, este investigador y periodista mexicano ha defendido de manera sistemática las ideas y las acciones, aun las más controvertidas desde una perspectiva social, de Andrés Manuel López Obrador, el candidato presidencial del PRD derrotado en la elección de 2006.

Sin embargo, nada ha escrito sobre la larga lista de torpezas y abusos que desde el poder ha cometido el político tabasqueño.

En un texto publicado en marzo del año electoral de 2006, Meyer hace una defensa abierta del neopopulismo. El título es elocuente: “Para hablar del populismo hay que conocerlo”. Ahí se propone fijar su postura. La nota, sin embargo, adolece de aquello que critica, es decir, de imprecisión: confunde las luchas populistas contra el poder con la promoción del neopopulismo desde el poder.

El equívoco en el que incurre Meyer es doble. Por una parte alude a movimientos populistas que desde la oposición combatieron el poder (los que más tarde lo alcanzaron se volvieron moderados), movimientos que, por lo tanto, no pueden compararse con la corriente que en México, a principios del siglo XXI, representaba ya una alternativa en el poder y que desde una posición autoritaria buscaba ampliarlo para volverse dominante. Por otro lado, los populismos empleados por Meyer como ejemplos para refutar las críticas al neopopulismo autoritario mexicano (ruso y estadounidense) no tienen nada que ver con el que se implantó en América Latina en años recientes, y con el cual López Obrador ha dejado ver una gran afinidad.

Entre los intelectuales de izquierda que con mayor tino han criticado el movimiento que encabeza López Obrador, destaca uno de los más influyentes antropólogos sociales de México, Roger Bartra, quien ha señalado: “[En México] predomina esa cultura populista conservadora que es responsable de haber bloqueado discusiones políticas de alto nivel entre los intelectuales.”

El neopopulismo, como lo han sabido ver algunos analistas, suele adoptar una pose antiintelectual y antiinstitucional. Sus representantes más conspicuos reprimen a los disidentes y atacan los movimientos populares autónomos. Junto a otros intelectuales orgánicos, Meyer prefiere fingir que desconoce tan peligrosa tendencia.

¿Apóstol del intervencionismo, o empleado de las agencias de espionaje?

También digno de análisis es el caso de Sergio Aguayo, académico, escritor y periodista que se presenta como observador independiente y objetivo de la vida nacional. Durante la primera mitad de los noventa encabezó y alentó una interesante iniciativa política: Alianza Cívica. Sin embargo, sus intereses y opiniones le han ganado una peculiar caracterización, originalmente aparecida en la prensa: la de “Apóstol cultural” de una agencia extranjera.

Según se hizo público, Aguayo ha utilizado fondos de agencias internacionales y ha servido a los órganos de inteligencia de los gobiernos neoliberales mexicanos. Además, desde la tribuna de la Cámara de Diputados se le ha señalado como agente de los Estados Unidos al servicio del Departamento de Estado de ese país, donde por lo demás ha recibido “apoyos” económicos de la Fundación Nacional para la Democracia (National Endowment for Democracy, NED), establecida en 1982 por Ronald Reagan y financiada con dineros públicos estadunidenses.

En otro momento, a este personaje se le vinculó con ciertos órganos de inteligencia y espionaje del gobierno federal mexicano, específicamente con el Cisen. El señalamiento ocurrió en un entorno especialmente comprometedor: en medio de una denuncia en contra de este centro, por el espionaje ilegal ejercido sobre diversos funcionarios del IFE y varios miembros de los partidos de oposición. He aquí, textualmente, lo que se dijo: “Un ex secretario de Gobernación confirmó que Aguayo trabajó para el Cisen al inicio del gobierno de Zedillo.”

Varias preguntas se desprenden de esta revelación: ¿laboró Aguayo para el Cisen mientras este órgano espiaba organizaciones no gubernamentales? ¿Apoyó al organismo cuando éste realizaba trabajos de inteligencia para ejercer actos de coerción contra distintos grupos sociales de Chiapas y otros lugares del país? ¿Aún prestaba sus servicios ahí cuando ocurrió la matanza de Acteal?

Un converso

A la lista de intelectuales cuyo discurso ha servido de apoyo a diversas posiciones intervencionistas que desde el extranjero voltean a ver a México hay que agregar el nombre de Jorge Castañeda Gutman. El gobierno de Fox se pronunció a favor de la intervención de un ejército extranjero en Irak, un país productor de petróleo, con lo que sentó un precedente aciago para nuestra nación. Como miembro del gobierno foxista, Castañeda influyó de manera directa en la formulación de las posturas y acciones con los que ese gobierno comprometió la soberanía de la nación.

El papel de los editorialistas

Se ha dicho que los reportes de prensa son “un borrador de la historia por escribirse”, pero en la circunstancia mexicana juegan un papel muy destacado en la construcción del respeto a las instituciones y de una cultura democrática. Existen importantes ejemplos de la capacidad de los corresponsales mexicanos para desarrollar con objetividad el género, pero también existen pruebas fehacientes de que en el periodismo que hoy se hace en México escasean los reportajes fidedignos, esos que tanto necesita el país en días marcados por la confusión y que los ciudadanos demandan para alimentar sus opiniones, debatir y participar.

Considérese el caso de Miguel Ángel Granados Chapa, cuyo sensible fallecimiento recientemente ha sido lamentado por diversos sectores. No faltan los periodistas que sólo escriben por encargo o para cubrir sus propios intereses. Carmen Aristegui ejemplifica esta actitud. Sobre ella los propios periodistas han señalado su tendencia a “victimizarse”, así como su falta de rigor a la hora de comentar hechos y circunstancias que la involucran. Aristegui ha sido señalada por sus pares, quienes reprueban su marcada propensión a denostar y, más precisamente, a ensuciar reputaciones. También se le ha denunciado por su falta de profesionalismo y ética. No pocos le han reprochado, por ejemplo, su actitud incondicional ante López Obrador. Incurre, según sus críticos, “en medias verdades y mentiras francas, finge objetividad, no es neutral, trata de imponer sus opiniones.”

Denise Dresser es el prototipo del intelectual “ninguneador”. Bien se ha dicho que “satanizar al contrario para que la gente no tome en cuenta sus ideas es señal de impotencia intelectual y pérdida de control emocional”. Denunciada por “plagiaria y mentirosa”, como analista político Dresser ha resultado funcional a los intereses intervencionistas contra nuestro país. En un artículo que publicó en Proceso en marzo de 2010 defendió la entrega del sistema de pagos del país a los extranjeros y exaltó la intervención de Bob Rubin en el golpe financiero a México. Ha denigrado y desprestigiado el andamiaje institucional que, paradójicamente, dice defender, y ha emborronado la historia nacional en sus trabajos.

Los nuevos métodos de intervención: las “revoluciones de colores”

Los intelectuales vinculados a intereses intervencionistas, claro está, no sólo se dan en México. A fines del 2004 un diario inglés, The Guardian, publicó un reportaje en el que se analizan los nuevos métodos con los que aquí y allá se intenta manipular la opinión de los pueblos mediante la promoción de políticas contrarias a la soberanía de las naciones. La operación tiene un nombre que no deja de motivar un cierto escalofrío: “Ingeniería democrática a través de las urnas y la desobediencia civil.”

Las Revoluciones de Colores tenían un claro propósito geopolítico: “Es imposible considerar como una mera coincidencia el hecho de que ocurrieron en países cercanos a las fronteras rusas y chinas. […] Ninguna ha tenido lugar en naciones con gobiernos favorables a las políticas de Occidente.”

La polarización política que hoy divide las opiniones de los mexicanos se debe, en muy buena medida, a la propaganda ideológica que algunos intelectuales de nuestro país diseñan y difunden para promover y apoyar las posiciones de los grupos políticos a los que sirven. Actividad legítima, si no fuera porque quienes la ejercen se empeñan en imponer ideas antes que en convencer a sus destinatarios por la vía de la reflexión y el análisis.

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