Torta Gladiador

Julio Trujillo

Me parece que es válido decir, con Salvador Novo, pero medio siglo después, que “las tortas compuestas se siguen riendo con sus dos fauces a mandíbula batiente, sacándoles la lengua a los sándwiches”. Nada tiene que hacer la composición cuadrada de éstos frente a la acumulación amorfa e inspirada de aquéllas.

Muchas son las torterías que han dejado una huella indeleble en esta ciudad y en los paladares y vientres de sus habitantes. Tanto las que no han sido célebres, como las que siguen operando en los puestos callejeros y que algunos prefieren llamar “muertortas”, como las que han convocado una justa fama y ya son coordenadas indispensables en la vuelta gastronómica de la metrópoli.

A mí me vienen a la mente dos torterías de infancia y juventud que, según entiendo, siguen funcionando: las tortas frías del Monje Loco, allá en las inmediaciones del Estadio Azteca y entre las que destacaba una sublime torta de quesillo, y la tortas El Capricho, en la calle de Augusto Rodin, cuyo tamaño representaba un desafío para la mandíbula y el apetito del más bragado. Ahora mismo recuerdo otro clásico de prosapia: las tortas de Biarritz, en Insurgentes, en la glorieta de Chilpancingo en la colonia Roma, y que desde 1940 ofrece una portentosa combinada de pavo. Hay muchas más, claro, pero esas son las que yo recuerdo y a las que no he regresado (pero volveré, para citar a Douglas MacArthur y a Terminator).

Hoy frecuento La Castellana, que tiene una torta de bacalao sin parangón, pero hace unos días descubrí una pequeña tortería digna de mención. Su nombre es El Cuadrilátero y está en el centro, en la calle de Luis Moya. Se llama así porque su dueño es el tres veces hache y legendario luchador Súper Astro, alumno del Murciélago Dorado y quien le ganara el campeonato mundial medio a Gran Hamada (lo que no hay que recordar mucho es su pérdida de máscara ante Villano III). El Cuadrilátero es un pequeño altar a la lucha libre, con máscaras de todos los grandes y fotos de Súper Astro acompañado de sus colegas. Yo, ignorante, de inmediato confundí unas máscaras con otras, pero fui corregido y amonestado rápidamente por mis acompañantes, expertos en el arte y la parafernalia del pancracio. No podían creer que fuera incapaz de reconocer la máscara sagrada de Canek, el príncipe maya… pero si no caí en la ignominia fue porque el objetivo de la visita no era demostrar nuestros conocimientos de lucha libre sino… comerse una torta.

Comerse una torta. Ajá. Se dice fácil. He devorado las tortas del Capricho con sobrada condición física. Me he comido dos cubanas con tres cocas sin pestañear. He llegado a empacar tres tortas de tamaño normal en mis buenos tiempos. No, nada: mariconadas frente al desafío que se me planteó en El Cuadrilátero.

Dios de mi vida. Conocí una torta que no es una torta, sino un becerro. Se parece más a un niño de cuatro años que a una torta. Hay pueblos que podrían subsistir una semana al amparo de esa torta. Es la madre de todas las tortas y ya no hay manera de superarla, pues si a alguien se le ocurriera confeccionar algo más grande, ya no sería una torta sino la roca de Sísifo. Me le quedé viendo, pasmado ante su grandeza y poderío. Le tomé fotos. Le recé. Es un tótem, un semi-dios, un legado del pueblo de México para el mundo. Y es, hay que decirlo de una vez, in-co-mi-ble. ¿O no? Es la Torta Gladiador.

Quien se la coma es un héroe instantáneo, y un mártir instantáneo, pues no hay digestión posible después de esa gesta. Pesa un kilo y medio y mide cuarenta centímetros. ¿Sus ingredientes? Todo. Calculo que la Torta Gladiador hospeda dos paquetes de salchichas, seis bistecs, medio kilo de chorizo, un paquete de tocino, cinco huevos, todo el jamón del mundo, seis aguacates, dos cebollas, muchísimo queso, tres jitomates y una lechuguita. Me quedo corto: no me acuerdo qué más tenía. El cuerpo pesa y siente vértigo de sólo verla. Cuesta un poco más de 200 pesos y es recomendable para tres personas, pero viene acompañada de un desafío pornográfico: si una sola persona se la come en menos de 15 minutos, es gratis. Una empresa que sólo puedo concebir para aberraciones espléndidas como André “El Gigante”. No, no: ni siquiera la pedimos, cobardes.

Pedimos, eso sí, un amigo y yo, la “Gladiador Jr.”, que es un tortón tras el cual dejé de comer dos días. Pero la otra, la torta del hombre, la Gladiador, es una cima inconquistada. Una bella grosería para insultar a los muchos machos que llegan al Cuadrilátero muy ufanos y gallitos. Ahí está, a la espera del Pantagruel que se atreva. Vayan, tan sólo para verla, para atestiguar nuestra vocación de inmensidad. Y lleven a un amigo español, para trastocar de una vez y para siempre su noción de “bocadillo”.

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