Renato Sales H.
Hace cien años era domingo. Nueve de febrero de 1913. El padre del escritor Alfonso Reyes, el ex gobernador de Nuevo León, el General Bernardo Reyes, se dirigió a tomar Palacio Nacional al inicio de una de las asonadas más vergonzantes de nuestra historia. “Ríndase” le dijo al General Villar, defensor de palacio. “Ríndase Usted” le contestó Villar. Avanzó Reyes y ahí mismo cayó derribado con una bala en la frente. Esa muerte, en la decena trágica, motivó que Alfonso Reyes escribiera la “Oración del 9 de febrero”.
Transcribo aquí fragmentos de esa oración, redactada en Buenos Aires en 1930: “Hace 17 años murió mi pobre Padre. Su presencia real no es lo que más echo de menos: a fuerza de vivir lejos de Monterrey, estudiando en México, yo me había ya acostumbrado a verlo muy poco y a imaginármelo fácilmente, a lo cual me ayuda también su modo de ser tan definido, y hasta su aspecto físico tan preciso y bien dibujado, su manera de belleza… hacía varios años que sólo veía yo a mi padre de vacaciones o en cortas temporadas. Bien es cierto que esos pocos días me compensaban de largas ausencias porque era la suya una de esas naturalezas cuya vecindad lo penetra y lo invade y lo sacia todo. Junto a él no se deseaba más que estar a su lado. Lejos de él, casi bastaba recordar para sentir el calor de su presencia. Y como su espíritu estaba en actividad constante, todo el día agitaba las cuestiones más amenas y más apasionadoras; y todas sus ideas salían candentes, nuevas y recién forjadas, al rojo vivo de una sensibilidad como no la he vuelto a encontrar en mi ya accidentada experiencia de los hombres… De repente sobrevino la tremenda sacudida nerviosa, tanto mayor cuanto que la muerte de mi padre, fue un accidente, un choque contra un obstáculo físico, una violenta intromisión de la metralla en la vida y no el término previsible y paulatinamente aceptado de un acabamiento biológico. Esto dio a su muerte no sé qué aire de grosería cosmogónica, de afrenta material contra las intenciones de la creación. Mi natural dolor se hizo todavía más horrible por haber sobrevenido aquella muerte en medio de circunstancias singularmente patéticas y sangrientas, que no sólo interesaban a una familia, sino a todo un pueblo. Su muerte era la culminación del cuadro de horror que ofrecía entonces toda la ciudad… También supe y quise elegir el camino de mi libertad, descuajando de mi corazón cualquier impulso de rencor o venganza, por legítimo que pareciera, antes de consentir en esclavizarme a la baja vendetta. Lo ignoré todo, huí de los que se decían testigos presenciales, e impuse silencio a los que querían pronunciar delante de mí el nombre de que hizo fuego... No lloro por la falta de su compañía terrestre… lloro por la injusticia con que se anuló a sí propia aquella noble vida; sufro porque presiento al considerar la historia de mi padre, una oscura equivocación en la relojería moral de nuestro mundo; me desespera, ante el hecho consumado que es toda tumba, el pensar que el saldo generoso de una existencia rica y plena no basta a compensar y a llenar el vacío de un solo segundo… entonces entendí que él había vivido las palabras, que había ejercido su poesía con la vida, que era todo él como un poema en movimiento… nunca vi otro caso de mayor frecuentación, de mayor penetración entre la poesía y la vida… aquí morí yo y volví a nacer, y el que quiera saber quien soy que lo pregunte a los hados de Febrero. Todo lo que salga de mí, en bien o en mal, será imputable a ese amargo día. Cuando la ametralladora acabó de vaciar su entraña, entre el montón de hombres y de caballos, a media plaza y frente a la puerta de Palacio, en una mañana de domingo…”.
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