Hay quien está tan lleno de sí mismo que es incapaz de verse: lo ocupa demasiado el bosque del ser. Cuando observamos el mar, por ejemplo, solemos olvidarnos de nosotros mismos y disolvernos: ya somos aquello que miramos, mar.
Pero otras personas son incapaces de soltar y en lugar de ver el mar ven su idea del mar. La idea no descansa, se interpone siempre entre el individuo y el mundo y lo aprisiona en sí mismo. Es la claustrofobia suprema: el ojo hiperconsciente de sí mismo pero incapaz de verse. Un afán caracteriza a estas personas: quieren ser dos, para que una persona posea a la otra, para ser dueñas de sí. Pero ser dos es imposible, ni siquiera a través de la propia tortura, lo cual sería ideal, pues el torturador se apropia de su víctima. No, para algunos individuos no es posible ser el heautontimorumenos: el verdugo de uno mismo.
Este impresionante palabro (que también se escribe “heauton timorumenos”) viene de una obra de Terencio (en la que comparece la famosa frase “hombre soy, nada humano me es ajeno”) y significa “el que se atormenta a sí mismo” o “el enemigo de sí mismo”. Potente concepto, sin duda manjar del psicoanálisis, que tuvo un montón de ecos a lo largo de la historia pero que floreció de verdad cien años después de Terencio, en un poema. Se trata del texto LXXXIII de Las flores del mal, de Charles Baudelaire, quien fue uno de esos seres (tal vez el más insigne) incapaces de verse. Para bien y para mal, Baudelaire vivió sitiado en su epidermis.
Prisionero de sí, el inventor de la modernidad, el dandy cuyos ojos nos desprecian desde la lente de Nadar, el paseante por excelencia, hijo maldito de la metrópoli, decidió que si no había escapatoria de esa cárcel entonces se internaría más, exploraría más en los meandros de su consciencia, hurgaría en su propia carne hasta la exasperación. Es en esa tesitura que hay que leer y entender “El heautontimorumenos”. El poema comienza diciendo “Te golpearé sin cólera / y sin odio, como un carnicero”. Se habla a sí mismo, intentando autoengañarse y engañarnos: quiere ser otra persona, ser dos, su propio dramatis personae. Pero la verdad no tarda en imponerse, y un puñado de versos después ya ha desaparecido la segunda persona del singular y sólo resuena el doloroso “yo” que reconoce:
¡Yo soy la herida y el cuchillo,
la bofetada y la mejilla!
¡Yo soy los miembros y la rueda,
y la víctima y el verdugo!
En su agudísimo ensayo sobre Baudelaire, Sartre dice: “Intentó hacer de la conciencia reflexiva, el cuchillo, y de la conciencia reflejada, la herida”, y más adelante concluye rotundo: “Baudelaire fue el hombre que eligió observarse a sí mismo como si fuera otra persona; su vida es simplemente el testimonio del fracaso de ese intento”. Pero no necesitábamos a Sartre para darnos cuenta de esa frustración, pues es el propio poeta quien lo confiesa en unas cuantas líneas. La importancia del “heautontimorumenos”, también conocido como “la pieza de Terencio”, es que concentra en una cápsula de veintiocho versos no sólo la poética de Baudelaire, sino la curva de su vida, que intenta evadirse de sí, desdoblarse, pero termina por dar vuelta en u y enclaustrarse para siempre en sí misma. “Soy el vampiro de mi sangre”, dice, y no nos queda más que callar y asistir al drama de un solo personaje.
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