La relación entre géneros artísticos es, en ocasiones, explícita y esclarecedora y, otras veces, implícita y sugerente. Esto es lo que sucede con dos géneros aparentemente distantes pero que, examinados a la luz de su dimensión retórica, están conectados por puentes sutiles. Me refiero a las pinturas de naturalezas muertas y a las de monjas coronadas.
En el barroco iberoamericano algunos elementos del género de la naturaleza muerta se incorporaron de manera insospechada en el género del retrato. En los cuadros de monjas coronadas se representa a novicias jovencísimas que se adornaban con flores antes de su entrada al convento, como si fueran a contraer nupcias
En la Europa barroca se cultivó el género de la naturaleza muerta, primero en Flandes y luego en España. Una pintura de este género no sólo representa plantas y animales que ya están muertos, sino que las saca de su entorno para colocarlos en un ambiente doméstico. Los cuadros incluyen platos, vasos, jarras y demás utensilios de cocina, cuando se trata de comestibles, pero también pueden incorporar objetos de otros tipos como jarrones, libros y demás objetos de colección, cuando el tema son los arreglos florales. A las pinturas del primer tipo se les llama en España bodegones, a los del segundo floreros.
Llamar al género “stilleven”, como en inglés y alemán, apenas roza su significado más hondo. El señalar que los objetos estén fijos, en un sitio o en un instante, no logra capturar que estas obras sean una representación de lo efímero vital. Las flores y verduras que se pintan en este tipo de cuadros se pudrirán en cuestión de días. Es así que del género de la naturaleza muerta —y, en particular, de los floreros— se desprende el subgénero de las vanitas. En este tipo de pinturas —entre sus autores más célebres podemos mencionar a Adriaen van Utrecht y Antonio de Pereda— se colocan cráneos u otros objetos semejantes que significan no sólo la brevedad de la vida sino la vanidad de las cosas humanas. La rosa orgullosa dentro del florero pronto estará marchita y se convertirá en podredumbre. En las vanitas, las flores se transmutan en alegorías. La naturaleza muerta adquiere un sesgo de lección moral, más aún, de meditación filosófica. Así lo resumía, en inolvidable verso, Sor Juana Inés de la Cruz al referirse a la rosa proverbial: “con docta muerte y necia vida, viviendo engañas y muriendo enseñas.”
[caption id="attachment_684159" align="aligncenter" width="1068"] Detalle de la obra Sor María Gertrudis Teresa de Santa Inés, expuesta en el museo de Santa Clara, Colombia, en 2011.[/caption]
En el barroco iberoamericano algunos elementos del género de la naturaleza muerta se incorporaron de manera insospechada en el género del retrato. En los cuadros de monjas coronadas realizados en la América colonial, sobre todo en la Nueva España, el Perú y la Nueva Granada, se representa a novicias jovencísimas que se adornaban con flores antes de su entrada al convento, como si fueran a contraer nupcias. No son alegorías, sino mujeres de carne y hueso, con nombre y apellido, capturadas en el momento de su consagración o de su muerte. De nuevo, las flores de sus tocados y racimos durarán pocos días antes de marchitarse, lo mismo que las doncellas que las portan, que apenas durarán pocos años más.
En los retratos de monjas coronadas aparecen varios elementos con un valor simbólico: la corona de la victoria de las virtudes (fe, esperanza, caridad, humildad, paciencia, perseverancia, obediencia), la palma florida de la virginidad (metáfora inspirado en el Cantar de los Cantares 7:7) y el cirio encendido de la fe (símbolo basado en la parábola de las vírgenes prudentes, Mateo 25:13); a veces llevaban la figura de un niño Dios; y otras veces un crucifijo. Sin embargo las monjas coronadas representan lo contrario de las vanitas. Las monjas abandonan el mundo de la vanidad —algunas de ellas pertenecían a familias ricas y poderosas— para entrar al austero rigor del convento. Las flores, en este caso, no cumplen el mismo rol que en las vanitas, aunque preserven una enseñanza moral. Las monjas están retratadas en un tránsito místico: de la vida mundana a la vida religiosa y, luego, de la vida terrena a la vida eterna.
En los retratos de monjas coronadas aparecen varios elementos con un valor simbólico: la corona de la victoria de las virtudes (fe, esperanza, caridad, humildad, paciencia, perseverancia, obediencia), la palma florida de la virginidad y el cirio encendido de la fe; a veces llevaban la figura de un niño Dios; y otras veces un crucifijo
Los cuadros de monjas coronadas muertas son acaso las más impactantes: ancianas venerables en su lecho de muerte, cubiertas de flores, como cuando eran jóvenes y se habían engalanado para su boda con Jesucristo. El encuentro con su esposo ahora será definitivo y eterno. Las flores son, ahora, símbolo de vida y de muerte entrelazadas. Las monjas mueren a la vida conventual y nacen a la vida eterna. Figuras fantasmales de un quiasmo enternecedor y tenebroso.

