Minatitlán, el memorando y la terca realidad

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Foto: larazondemexico

Para Alejandra Sierra y la comunidad del ITAM,

en recuerdo de la muy querida Julia Sierra

El saldo de esta Semana Santa en México es lamentable. Dos hechos —por razones distintas, pero en ambos malas— ocuparon la atención pública: la terrible masacre de trece personas del viernes 19 de abril en Minatitlán, y el memorando presidencial que pretende “derogar” una parte de la Constitución: la de la reforma educativa.

Empiezo por esto último. Los gobiernos democráticos tienen, legítimamente, la lógica política de buscar modificar las estructuras institucionales, así como los mecanismos legales necesarios para ello, en función del mandato electoral que recibieron, de los intereses de sus bases de apoyo y de sus estrategias de permanencia. Es normal y no tendría por qué espantar a nadie. Pero cosa muy distinta es querer aprovechar el (breve) paso por la titularidad de las instituciones y los poderes del Estado para atentar contra la pluralidad política, los equilibrios y la rendición de cuentas; y también es cosa muy distinta, e inaceptable en cualquier Estado democrático, querer alterar las leyes… violando las leyes. Eso es exactamente lo que refleja el dichoso memorando.

Hay quien lo defiende, desde los resortes de la política, como una mera “instrucción de grupo”, diciendo que se está interpretando de manera exagerada, como si se tratara de sustentar la constitucionalidad de una declaración o un tuit. Se equivocan rotundamente y derrochan frivolidad.

Habrá que mostrarles, a esos defensores del memorándum presidencial el video de su toma de posesión, donde juró “guardar y hacer guardar” la Constitución y las leyes que de ella emanen. Entiéndase la Constitución en sus términos, la que es, no la que él ni nadie más crea que debería ser, y toda ella, no nada más algunas de sus partes.

Y si cree que en algo la Constitución podría ser mejor, tiene a la mano los instrumentos que ella misma prevé para reformarla. Cuenta él mismo con la facultad de iniciativa, y luego las cámaras del Congreso de la Unión habrán de aprobarla por mayoría de dos tercios en cada una, y finalmente la mayoría de las legislaturas locales (como ya se hizo, en este mismo sexenio, en dos ocasiones: la guardia nacional y la prisión preventiva oficiosa).

Pero lo que dice el memorándum es justamente lo contrario: “ignórese la Constitución, esa que juré defender, en las partes que no me gustan. No me importa el procedimiento de reforma: como no logro los consensos necesarios, y ya me desesperé, basta este pase mágico de voluntarismo político, y asunto resuelto”.

Ese mero acto, independientemente de su contenido específico, subvierte el principio de legalidad, esencial e imprescindible en todo Estado democrático de derecho: ninguna autoridad —incluido, y señaladamente, el presidente de la República, la máxima magistratura de la nación— puede hacer nada a lo que la ley no la faculte expresamente. Y, obviamente, ninguna disposición legal faculta a nadie a emitir ningún tipo de documento, se llame como se llame, ordenando o recomendando —o lo que sea— que se deje de aplicar la Constitución, toda o en parte.

No es anecdótica la reciente declaración presidencial de que entre optar por la ley y la justicia, hay que optar por la segunda. No es un argumento nuevo. Se ha escuchado en muchos regímenes totalitarios y autoritarios. Los nazis hablaban de aplicar la justicia verdadera, en beneficio del pueblo alemán, ignorando las leyes. El estalinismo soviético cometió todo tipo de tropelías, en beneficio del proletariado, despreciando la “legalidad burguesa”. Y hasta surgieron “juristas” (como Carl Schmitt) que formularon teorías justificatorias de ese “nuevo modo” de entender el derecho.

Mucho le costó a la humanidad entender que la ley no es una molestia que en ocasiones hay que brincarse con tal de cumplir un supuesto objetivo de justicia social. Es un falso debate. Pero el presidente y sus asesores, parece, no sólo no leen sobre derecho: tampoco leen historia. Por algo hoy el principio de legalidad está al nivel de un derecho humano, y por eso está recogido en los artículos 14 y 16 de nuestra Constitución, precisamente en el capítulo referido a los derechos humanos.

En la misma lógica se inserta la tragedia de Minatitlán. No se trata de un lamentable episodio más dentro del arranque de gobierno más violento en la historia del país. A diferencia, por ejemplo, del caso Ayotzinapa, en el que se repartieron culpas y se desentendieron de responsabilidades la federación y el ámbito local y municipal, por representar bandos (y bandas) políticos contrarios, aquí todas las autoridades ejecutivas (presidente, gobernador y alcalde) son del mismo partido. Las primeras reacciones muestran malos reflejos: culpar a los gobiernos anteriores, no empatizar con las víctimas, como en Tlahuelilpan –por más anuncio de monumento compensatorio-, y decir, con toda desvergüenza, que la exigencia de paz y seguridad es una exigencia “fifí”.

Si no se trastoca el calendario, este gobierno debería terminar el 30 de septiembre de 2024. Son 5 años y 10 meses para un total de 2,131 días. Hoy corre el día 145, esto es, ya pasó el 6.8%. Si bien todo gobierno es responsable desde el primer día de la gestión, ¿cuánto tiempo serán políticamente redituables las cantaletas de que “se hace lo que se puede” por las condiciones dejadas por los “gobiernos neoliberales mafiosos”? ¿Les gusta 10% 25%, 50% de avance del sexenio?

Dirán que les respalda el 53% de los votos, las aprobaciones en las encuestas de popularidad, y las asambleas a mano alzada del pueblo bueno. Pero la terca realidad cada vez se distancia más del libreto autocomplaciente del lopezobradorismo.

hvives@itam.mx / @HVivesSegl

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Javier Solórzano Zinser. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón