Michelangelo Antonioni dirigió varias obras maestras. Una de ellas La Notte, estrenada en 1961 y protagonizada por Marcello Mastroianni, Jeanne Moreau y Monica Vitti, nos sigue cautivando por la riqueza de sus significaciones. La última escena de la película es uno de los momentos más brillantes de toda la cinematografía del director italiano. Después de una larga noche en la que le ha pasado de todo, la pareja compuesta por el famoso escritor Giovanni Pontano (Mastroianni) y su esposa Lidia (Moreau) deambula por el enorme jardín de una residencia en la que se había celebrado una estrambótica fiesta.
Lidia le dice a Pontano que ya no lo ama y que, por lo mismo, siente que su vida ha perdido sentido. El escritor le ruega que reconsidere, que seguramente todavía, en el fondo de su alma, la mujer lo ama. Le pide disculpas por haber sido egoísta. Le suplica que vuelvan a su casa.
Lidia saca de su bolso una hoja mecanografiada. La lee en voz alta. Es una carta de amor dirigida a ella. El autor de la misiva le cuenta que la miraba dormir y tenía miedo de despertarla para no trastornar su belleza. Luego le dice que quería alcanzar una imagen eterna de ella, una que no compartiera con nadie, que nadie pudiera arrebatarle. Que imaginaba un retablo de ellos, juntos para siempre y desde siempre, incluso desde antes de que se conocieran. Esa noche fabulosa podría prolongarse para siempre. Vivirían un amor que sólo podría ser destruido por la más despreciable de las apatías. Entonces, sigue contando la carta, Lidia abrió los ojos y el autor de la epístola quedó convencido de que ya nada podría separarlos.
Mientras Lidia lee, el rostro de Pontano se va arrugando. ¿Quién te escribió esa carta? -–la increpa, invadido por los celos–. Ella le responde: fuiste tú.
Al igual que Pontano, no pocas veces somos incapaces de reconocer la pasión que pusimos en las cosas que antes hicimos. Aquello a lo que dedicamos la máxima atención, a lo que imprimimos la mayor emoción, a lo que entregamos nuestro corazón entero, con el paso del tiempo se va tornando lejano, frío, indiferente. Al olvidarlo, también nos olvidamos de nosotros mismos. Pontano no sólo ofende a Lidia al ser incapaz de reconocer esa carta de amor como suya, sino que se ofende a sí mismo, o mejor dicho, al hombre joven que escribió esas líneas apasionadas que merecían haber sido recordadas para siempre. ¿De qué sirve haber vivido maravillas si uno es incapaz de reconocerlas como propias?
Cuando Lidia le revela la autoría de la carta, Pontano queda devastado. Entonces se abalanza sobre ella, la llena de besos y le dice que todavía la ama. Su esfuerzo es inútil. Ninguna noche dura para siempre. La luz del día vuelve a poner las cosas en su sitio.