Este martes entrarán en vigor los aranceles que Donald Trump ha impuesto a México y a otros países, marcando un giro total a los últimos 30 años de relación y trayendo a mi generación a conocer nuestra primera guerra comercial.
Mientras se discuten los costos económicos —inflación, desempleo y cadenas de suministro rotas—, hay un riesgo político más profundo, pero menos notable porque avanzará poco a poco: el resurgimiento del nacionalismo como herramienta para erosionar la cooperación nacional e internacional.
Trump no actúa al azar. Su retirada de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en el primer día de su Gobierno y estos aranceles, así como cientos de órdenes ejecutivas que ha firmado hasta el momento obedecen a un mismo manual: desmantelar instituciones, nacionales o internacionales, para evitar que sus decisiones sean evaluadas con estándares compartidos u objetivos. Sin parámetros comunes en seguridad, salud o derechos humanos, ¿cómo medir la transparencia de un Gobierno? ¿Cómo cuestionar políticas opacas sin referentes comunes? La desconfianza en soluciones colectivas no sólo aísla, sino que permite actuar sin contrapesos.

Cónclave para el regalo de Alito
México enfrenta aquí una disyuntiva crítica. La Presidenta Claudia Sheinbaum ha señalado que fenómenos como la violencia organizada requieren respuestas colaborativas, aprendiendo de errores históricos, como el programa Rápido y Furioso, que subordinó la seguridad nacional a agendas externas. Este enfoque es el correcto: la cooperación internacional, cuando es horizontal y respeta la soberanía, es indispensable. Pero la colaboración no puede ser selectiva. Debe extenderse también al ámbito interno, garantizando que la crítica y el disenso no sean satanizados como “traición a la patria”. En países como Rusia, Hungría o Nicaragua, ese discurso ha servido para criminalizar a la sociedad civil y justificar autoritarismos. La lección es clara: sin espacio para la pluralidad, incluso las políticas más nobles se corrompen.
El riesgo no es abstracto. Los aranceles de Trump no sólo benefician a sectores proteccionistas, sino que alimentan a actores opacos: desde oligarquías tradicionales hasta gigantes tecnológicos que operan en la opacidad de un mundo fragmentado. Mientras las naciones se encierran en disputas bilaterales, estos grupos acumulan poder y capital, aprovechando la ausencia de regulaciones globales. México no puede caer en esa trampa. La tentación de responder con aislamiento o retórica confrontativa —por comprensible que sea— sólo legitimaría la lógica de Trump: que la fuerza bruta sustituya al diálogo.
La Presidenta Sheinbaum tiene razón al priorizar una seguridad basada en cooperación, pero este camino sólo funcionará si se sostiene sobre dos pilares: alianzas internacionales sólidas y un compromiso inquebrantable con la pluralidad interna. La unidad nacional no debe confundirse con unanimidad. Una democracia saludable no teme a las voces críticas; las necesita. Si México cede a la presión de etiquetar el disenso como deslealtad —como ocurre en otros países—, no sólo perderá credibilidad global, sino que debilitará las instituciones que sostienen su vida pública.
Este martes no es sólo el inicio de una medida comercial: es un recordatorio de que las democracias son frágiles cuando se desconectan. México tiene la oportunidad de elegir entre replicar el aislamiento o liderar un modelo distinto: uno en el que la soberanía no se defiende con muros, sino con puentes tejidos desde la crítica, la cooperación y la certeza de que nadie tiene la verdad absoluta. Ni siquiera los más fuertes.

