LA UTORA

Un naufragio vivido en carne propia

Julia Santibáñez. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón
Julia Santibáñez. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón Foto: larazondemexico

Entramos al oleaje, irresponsables. La barcaza de durmientes marchitos recibió el equipaje: los poemas, el viejo mapa, la garrafa de agua. Pronto la playa se perdió a lo lejos.

Yo me vestía sólo con tus ojos. Mi pelo te halagaba el futuro. Nada más debía ser necesario para encarar tormentas y dragones, nos dijimos: es suficiente si ataca algún diluvio insospechado, un cetáceo, corsarios o gaviotas antes de vislumbrar aquella isla. Sobrados, pródigos, creímos en el auspicio del bamboleo leve: nos dimos a besarnos sin cautela, dejando el lanchón a su albedrío. Luego, entrelazando pies adormidos, ¿qué huracán vendría? ¿Qué furia alada? Al volver de la refriega de amor, escocida la piel, inauguramos más fiestas del abrazo. Qué soberbia: de cuatro sorbos apuré el agua, nunca entreabriste el libro de poemas, el mapa se perdió, no hubo isla. La tormenta vino tras el ocaso, cuando el frío calaba a la deriva. Quisimos huir juntos. No hubo tiempo. Las pleamares contrarias se impusieron y, en una confusión de asfixia negra, el mar nos escupió lejos de todo. Uno lejos de la orilla del otro.

Son náufragos de espuma y de obsesión, un caos de vértigo, estos dos cuerpos. Ni siquiera se atreven a buscarse, bocas de sangre que aún recuerdan. De bruces, en compacta soledad, desbaratados entre la arena, qué decirse ahora. Cuánto pesar.

***

Escribo porque busco entender lo que me pasa: ante emociones gustosas, siempre el primer impulso es mirarlas. Volcarlas en palabras. Así se me han tatuado en la costilla, con mejor o con peor puntería, tirites de poesía, terneza, amores, aciertos. Me han dejado marcas en la hondura más encubierta. Por contraste, también me ha urgido el lápiz, el lápiz por delante, al drenar muerte, astillas, cemento, desconsuelo, culpa, dolor, puñal, ruina, dolor. A veces les adorno el aspecto, aquella catadura ruda, aunque prefiero convocarlos por su nombre, como la separación de pareja que atravieso en estos días. Agreste. Y sí, también digo la gratitud por los treinta y dos meses de la mano. Aunque nunca se terminó el deseo, nos fue claro que las necesidades de cada uno demandan su tiempo. Seguir juntos implicaba sumar cuentas pendientes, reclamos de bilis. Decidimos poner punto final.

La ficción con que empiezo esta columna da cuenta de cómo a veces una historia de pareja, de dos locos que se meten al océano sólo con sus ganas, finaliza con ambos roídos por la sal, la sed, el sol, aunque se repiten: valió la pena cada minuto transcurrido antes del resquebrajamiento del naufragio.

“Aquí están mis sentidos / de red afortunada, / mi corazón, lugar de las hogueras, / y mi cuerpo que siempre me acompaña”, bien subrayó Rosario Castellanos. Vuelvo a estos versos para recordar que no soy la primera en abismarme. Corrí el riesgo. Implica que estoy viva.