La filosofía occidental es una tradición milenaria. ¿Cómo es posible que después de tanto siglos siga tan llena de vida? Una explicación —una entre muchas— es que la filosofía es una práctica que no se debilita por la crítica, sino que por el contrario, se nutre de ella. Todas las doctrinas filosóficas que se han ofrecido a lo largo de los siglos han sido aporreadas, desmenuzadas e incluso vituperadas por filósofos de otras corrientes. Sin embargo, eso no ha detenido el desarrollo del pensamiento filosófico. Podría decirse que la filosofía es una actividad que está permanentemente en crisis y que, sin embargo —y precisamente por ello—, posee un vigor indesmayable.
Una cosa es criticar y otra, muy distinta, burlarse. La crítica se planta sobre el mismo terreno que aquello que se critica. De esa manera podemos afirmar que la crítica filosófica, incluso la más agresiva, no deja de ser filosofía. La burla, por el contrario, se hace desde afuera, desde una posición que se distingue radicalmente del objeto de su mofa.
La filosofía ha sido objeto de burla desde sus orígenes más remotos. Por ejemplo, en Las nubes, Aristófanes se pitorreaba de Sócrates y sus discípulos por dedicarse a resolver cuestiones banales e inventar trucos dialécticos.

Rocha Cantú en París
Cuando escuchan o leen estas burlas, la mayoría de los filósofos no se las toman muy a pecho, por el contrario, se divierten e incluso las aplauden con una bonhomía que asombra a cualquiera.
Una explicación de esa actitud es que los filósofos genuinos tienen la virtud de la humildad y que, por lo mismo, son capaces de reírse de sí mismos.
Otra explicación, menos generosa, es que como los filósofos están tan seguros de la importancia de su disciplina y de la valía de su actividad, se dan el lujo de tolerar las burlas. A veces, lo que se asume es que quienes se mofan de la filosofía son neófitos que no son capaces de entenderla, o envidiosos, que sí alcanzan a comprenderla, pero que les tienen ojeriza a los filósofos porque los saben dotados para una disciplina extremadamente difícil que ellos no podrían cultivar.
Aquí conviene distinguir las burlas de los filósofos de las burlas de la filosofía misma, aunque muchas veces vayan juntas. Las primeras casi siempre pintan a los filósofos como individuos arrogantes, ambiciosos y, a fin de cuentas, farsantes. Las segundas casi siempre describen a la filosofía como una actividad oscura, pretenciosa y, a fin de cuentas, inútil.
En la literatura en lengua española hay no pocos ejemplos de los dos tipos de burlas. No haré aquí un listado de todos ellos. Tan sólo quisiera comentar un caso más o menos reciente en el que un autor se mofa descaradamente no sólo de los filósofos, sino de la filosofía misma. Me refiero a la novela de César Aira intitulada Parménides, publicada originalmente en 2006 y reimpresa en 2018. No hablaré aquí de los discutibles méritos literarios del libro, sino de su trama, que pretende ser irónica. El autor argentino imagina que Parménides es un ricachón que contrata a un poeta desempleado para que escriba un libro en su nombre. El poeta no sabe qué escribir porque Parménides no le da pistas sobre el tema y entonces redacta una sarta de babosadas y lugares comunes que, sin querer, se convierten en uno de los documentos fundamentales de la filosofía occidental. Aira no sólo se ríe de los filósofos sino de la filosofía eleática, a la que describe como un galimatías.
Confieso que el primer tipo de burlas que mencioné arriba, las que se hacen de los filósofos, casi siempre me divierten, no así las segundas, las que denigran a la disciplina. No me faltarían ganas de responderle cuatro verdades a Aira, pero no lo haría para no darle más atención de la que creo que se merece.
La filosofía está muy por encima de las chanzas que se hacen de ella. Los chistes son efímeros: duran lo mismo que una carcajada. Quien pretenda ir más allá de la burla y se atreva a criticar en serio a la filosofía deberá hacer el esfuerzo de pensar a fondo. Y eso, créame usted, no es tan sencillo.

