En todo conflicto armado, siempre llega el momento en el que algunos dicen: “Ya no se va a ganar la guerra, mejor negociemos ahora la paz”. Y siempre habrá otros que respondan: “¡No! Aquí nadie se rinde. Sigamos”. ¿Quién tiene razón? Obvio depende de la guerra y de las circunstancias.
Si a David, en inminente enfrentamiento con Goliat, alguien lo despoja de su honda, no hay lugar para el heroísmo. Igual, el triunfo de Trump en Estados Unidos es un revés enorme para la voluntad de Ucrania de batirse valientemente contra el poderoso vecino ruso. Dada la solidaridad de los líderes de Europa, no estamos todavía ante la derrota de Zelenski, pero su situación es desesperada.
Tal vez la pregunta clave es: ¿Qué significa luchar hasta que existan “garantías de una paz duradera” (Zelenski dixit), cuando hay una enorme asimetría entre los estados beligerantes? En México estamos bien situados para pensar esta pregunta. Una paz duradera significa, desde 1848, la aceptación de una soberanía volcada hacia lo esencial, pero el reconocimiento del poder desigual de nuestro país frente a Estados Unidos. Como lo describió Ramón López Velarde en su texto en prosa Novedad de la patria, los mexicanos hemos llegado a “concebir una patria menos externa, más modesta y probablemente más preciosa”. Hemos contraído a su justa medida las historias de heroísmo frente a los yanquis, la celebración de batallas ganadas, por la simple y sencilla razón de que perdimos la guerra. Pero la paz duradera ha significado una Patria “hecha para la vida de cada uno. Individual, sensual, llena de gestos, inmune a la afrenta, así la cubran de sal. Casi la confundimos con la tierra”, escribe López Velarde.

¿Y si en la propia 4T frenan la electoral?
¡Eso es poesía!, exclamará alguno. Y, precisamente, la paz duradera, para México, significó la posibilidad de conservar la poesía. No las pretensiones de ser potencia militar, de humillar a los enemigos, sino los placeres más íntimos: comprar un atole a las seis de la mañana a una digna mujer envuelta en su rebozo; las garzas en desliz, en el lago de Chapultepec o en Ixtapa Zihuatanejo; el subirse a los trenes porfirianos y, hoy, al controvertido Tren Maya; bailar danzones de Agustín Lara, cumbias de Rigo Tovar o ska de Panteón Rococó.
Como mexicano, creo sinceramente que la victoria de Ucrania debe ser, antes que nada, la salvación de sus banquetes familiares, sus cafés art nouveau, sus íconos medievales, danzas campesinas y raves de música techno en Kyv. ¿Pero se tendrían que abandonar estos tesoros en los territorios ocupados por Rusia? La cultura, lo sabemos los mexicanos, también derrota imperios. Si Ucrania se viera obligada a desprenderse de alguna zona, la lucha no estaría definitivamente perdida. Así lo prueban Los Ángeles, California, ciudad tan mexicana.
Los ucranianos decidirán hasta dónde llevan su resistencia militar, que es también un enorme sacrificio de vida y de futuro, una sangría demográfica. Pero, sobre todo, no deben sentir que su honor está comprometido. El mundo debe asegurarles lo contrario. López Velarde le insistía a nuestra suave Patria mexicana que es “inmune a la afrenta”, “inaccesible al deshonor”.

