EL ESPEJO

La verdad enterrada

Leonardo Núñez González. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Leonardo Núñez González. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: La Razón de México

La memoria siempre encuentra su cauce, incluso cuando la tierra se cierra sobre ella. En la primavera de 1940, más de 22,000 oficiales polacos, intelectuales, disidentes y prisioneros de guerra fueron llevados por el ejército ruso a los márgenes del bosque de Katyn en la región de Smolensk. Con las manos atadas a la espalda, uno por uno fueron ejecutados con un disparo en la nuca y sepultados en fosas comunes. Katyn no sólo fue una masacre; fue un intento de borrar una generación completa y, con ella, su memoria. Pero la verdad, aunque enterrada, nunca permanece oculta para siempre.

El destino de Katyn estuvo marcado por un pacto de silencio. Cuando los alemanes descubrieron las fosas en 1943, Stalin aseguró que todo era propaganda y culpó a la Alemania nazi de sus propios crímenes. La URSS impuso su versión oficial, y en la Polonia comunista, mencionar Katyn podía costar la cárcel como mínimo. Pero la historia sobrevive en los detalles que el poder no puede controlar: en los diarios que las víctimas dejaron, en las cartas que nunca llegaron a su destino, en los testimonios de quienes sospechaban la verdad y en los documentos que algunos guardaron a riesgo de su vida.

El testimonio de la narrativa oficial también sirvió para documentar la mentira, como fue el informe del Comité Burdenko, una investigación fabricada por los soviéticos en 1944 para reafirmar su versión oficial y negar cualquier responsabilidad. Pero en el otro lado, los archivos polacos, conservados en Londres por el gobierno en el exilio, y los informes de la Cruz Roja Internacional acumulaban pruebas. Años después, historiadores como Anna Cienciala y los testimonios de sobrevivientes como Józef Czapski, un pintor y oficial polaco que escapó de la masacre, mantuvieron viva la historia. La literatura también jugó su papel: Aleksandr Solzhenitsyn, aunque no escribió específicamente sobre Katyn, denunció en El archipiélago Gulag la lógica del terror soviético.

La verdad encontró su momento cuando la política cambió. En 1990, Mijaíl Gorbachov, en el contexto de la glasnost, admitió la responsabilidad soviética. Para entonces, generaciones de polacos ya habían aprendido a leer entre líneas, a encontrar la verdad en los silencios del Estado y a sostener la memoria a pesar de la censura. Katyn había dejado de ser una sospecha para convertirse en un hecho incuestionable. Pero el reconocimiento no significó justicia. Hasta hoy, el caso sigue siendo un punto de tensión en la política polaca y rusa. En 2010, el presidente polaco Lech Kaczyński murió en un accidente aéreo en Smolensk cuando viajaba a conmemorar la masacre. Para muchos polacos, el suceso sigue envuelto en sospechas.

Katyn enseña que la memoria no es un accidente: es una construcción deliberada, sostenida por acrtivistas, periodistas, académicos y ciudadanos que se niegan a aceptar el olvido como destino y la impunidad. El pasado no desaparece sólo porque alguien lo declare cerrado. Cuando un país elige olvidar, sólo aplaza el momento en que la verdad regresa. Porque la tierra no sólo guarda restos, también resguarda preguntas. Y éstas, tarde o temprano, siempre encuentran quién las escuche.

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