La administración de Donald Trump se caracteriza por ser una tormenta permanente en que suceden tantas cosas cada día que es difícil darle seguimiento, sumado a que muchas decisiones se toman dentro de un entorno de opacidad.
Sin embargo, el periodismo sigue siendo un mecanismo esencial para revelar verdades incómodas que, de otro modo, permanecerían ocultas. El llamado Signalgate es un ejemplo perfecto de cómo, incluso por accidente, la prensa puede exponer irregularidades de alto nivel y sigue siendo vital para desnudar al poder.
Todo comenzó cuando Jeffrey Goldberg, director del reconocido medio The Atlantic, fue incluido por error en un chat de Signal donde altos funcionarios estadounidenses discutían en tiempo real detalles de un ataque militar planeado contra los hutíes en Yemen. Entre los participantes estaban el vicepresidente, J.D. Vance, el secretario de Defensa Pete Hegseth, el secretario de Estado, Marco Rubio, y la directora nacional de Inteligencia, Tulsi Gabbard. Durante la conversación se mencionaron objetivos específicos, horarios y rutas de ataque, así como descripciones detalladas de los equipos militares a utilizar.

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Además de la gravedad de discutir estos planes en un canal fácilmente hackeable y riesgoso para transmitir información clasificada, la conversación también incluyó comentarios despectivos sobre aliados europeos. Algunos funcionarios se refirieron a ellos como “gorrones” y “patéticos”, subrayando un desprecio evidente hacia quienes consideran que no hacen lo suficiente para apoyar las operaciones militares de Estados Unidos.
Cuando Goldberg decidió publicar la información, la reacción del gobierno de Trump fue un espectáculo de contradicciones. Pete Hegseth afirmó que no se trataba de “planes de guerra” sino de “planes de ataque”, como si la diferencia fuera significativa en un contexto de seguridad nacional. Luego, aseguró que no se mencionaron “nombres, objetivos, unidades o rutas”, aunque la publicación de los mensajes puntuales demostró lo contrario. Trump, fiel a su estilo, declaró que todo era un “montaje” y un intento de “caza de brujas”, dedicando más tiempo a insultar a Goldberg, llamándolo “basura”, y desacreditar a The Atlantic que a ofrecer explicaciones coherentes. Michael Waltz, quien creó el chat, también intentó minimizar el escándalo sugiriendo que Goldberg se había infiltrado en la conversación de alguna manera o que había sido un fallo técnico sin relevancia.
Lo que el Signalgate evidencia no es sólo la incompetencia técnica o la falta de profesionalismo de quienes manejan información tan delicada. También muestra una dinámica de poder que busca proteger a sus leales y atacar a quienes exponen sus errores. En otro contexto, una filtración de esta magnitud habría generado investigaciones formales y posiblemente renuncias inmediatas. Aquí, en cambio, se optó por desacreditar al mensajero y encubrir los hechos.
El Signalgate se suma a una lista cada vez más extensa de incidentes en los que la administración Trump ha ignorado normas básicas de seguridad en nombre de la conveniencia o la improvisación. Pero también es un recordatorio de que, a pesar de sus ataques constantes, la prensa sigue siendo la principal vía por la cual se descubren estas irregularidades. El periodismo sigue cumpliendo su papel esencial: revelar aquello que el poder quiere mantener oculto. Y mientras ese poder continúe tratando de imponer su propia narrativa, habrá quienes persistan en hacer visible la verdad.

