TEATRO DE SOMBRAS

Pedro Camacho reprende a Mario Vargas Llosa

Guillermo Hurtado. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: La Razón de México

Cuando publicó La tía Julia y el escribidor, en 1977, Mario Vargas Llosa ya era un escritor con un sólido reconocimiento internacional. Antes había publicado La ciudad y los perros, en 1962, La casa verde, en 1965, Conversación en La Catedral, en 1970, y Pantaleón y las visitadoras, en 1973. Algunos opinan que La tía Julia y el escribidor es una novela menor dentro de la vasta producción vargasllosiana, sin embargo, sigue teniendo la misma fuerza, ironía y agilidad que el día que salió de la imprenta.

No es la tía Julia el personaje principal de la novela. Esa tía Julia que no es, además, un personaje ficticio, sino Julia Urquidi, la primera esposa de Mario Vargas Llosa y que, exactamente como lo cuenta la novela, era su tía política y, además, diez años mayor que él. Tampoco es Varguitas, el muchacho que narra la novela en primera persona y que corresponde, también exactamente, con el propio Mario Vargas Llosa, estudiante de derecho, aprendiz de escritor y redactor de una estación de radio en Lima. El personaje principal es Pedro Camacho, autor, director y actor boliviano de radionovelas. Este personaje también está inspirado en una persona de carne y hueso: Raúl Salmón, boliviano, nacido en 1926 y fallecido en 1990 y que, como el Pedro Camacho de la novela de Vargas Llosa, fue un exitoso escritor de radionovelas, obras de teatro, periodista e incluso alcalde de La Paz, capital de su país natal.

El escritor Mario Vargas Llosa en la Ciudad de México, en imagen de archivo. ı Foto: Cuartoscuro

Vargas Llosa nos describe a Pedro Camacho con una mezcla de desprecio y de admiración, de simpatía y de hartazgo, de incredulidad y de previsibilidad. La novela trae una sorpresa que el lector descubre cuando ya ha leído más de cien páginas. Los capítulos del libro están intercalados entre aquéllos en los que el narrador es Varguitas, que cuenta la historia de su relación sentimental con la tía Julia y de su trabajo en la estación de radio, y otros capítulos, escritos en tercera persona, en los que se presentan, en la forma de narraciones independientes, algunas de las historias de las radionovelas de la autoría de Pedro Camacho. Este contraste entre los capítulos le da a la novela un contrapunto literario que se disfruta mucho a todo lo largo de la lectura. Mientras más conocemos las extravagancias de Pedro Camacho, mejor entendemos las historias de sus radionovelas y nos causan más gracia. El mérito, por supuesto, es de Vargas Llosa, que enhebra con maestría las dos secuencias narrativas para capturar el interés del lector.

Pedro Camacho es un personaje universal: es el hombre pequeño que por medio de un talento desbordante y una disciplina férrea logra convertirse en un artista. El precio que paga es enorme: la soledad, la incomprensión, el ridículo. Pedro Camacho es también un personaje profundamente latinoamericano. Es boliviano, pero pudo haber sido mexicano o cubano o colombiano. Es un creador de la periferia que tiene que hacer lo imposible para vivir como el artista pleno que él desea ser, por encima de las rígidas estructuras sociales, del injusto sistema de méritos, de las reglas mezquinas de la intelectualidad criolla. Hay algo admirable en Pedro Camacho, pero, a decir verdad, ningún escritor latinoamericano querría ser como él. Lo que desea cualquier escritor latinoamericano, del siglo pasado e incluso de éste, es ser como Vargas Llosa. De todos los escritores del boom, fue él quien llegó más alto por lo que toca a las glorias mundanas. Las alcanzó todas.

El personaje de Pedro Camacho seguramente hubiera dicho que, para lograr tantos triunfos, Vargas Llosa vendió su alma al diablo. Podemos suponer que el boliviano jamás hubiera hecho las concesiones que hizo Vargas Llosa para recibir un marquesado, para tener una esposa del jet set, para querer ser jefe de Estado, para ser un portavoz de los intereses de los poderosos. Me imagino que Pedro Camacho hubiera reprendido al célebre Vargas Llosa, al que había conocido de muchacho, cuando aún era el imberbe Varguitas. Para Pedro Camacho valía la pena vivir sin esposa, en una sucia buhardilla, sin apenas que comer, con tal de ser un artista absoluto, íntegro, insumiso. Todo lo demás, hubiera dicho, son distracciones, vanidades. Pero, bueno, ¿quién le hace caso a Pedro Camacho?