TEATRO DE SOMBRAS

Ropa de invierno

Guillermo Hurtado. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Guillermo Hurtado. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: La Razón de México

En los países en donde el invierno alcanza temperaturas de menos de 0 grados centígrados es indispensable contar con la ropa adecuada para soportar el frío.

En su cuento “El abrigo”, Nicolai Gogol cuenta de la historia de un oficinista que se da cuenta de que su abrigo viejo ya no le sirve y que tiene que comprar uno nuevo antes de que comience la temporada invernal. El hombre gana muy poco dinero y para comprarse el abrigo tiene que hacer grandes esfuerzos. Por fin, consigue la suma requerida y adquiere un abrigo de buena calidad y buen ver. Cuando lo lleva a la oficina —el invierno ya había comenzado— sus compañeros le alaban su compra y deciden hacer una fiesta para celebrarlo. El pobre oficinista no se siente a gusto en la reunión y decide volver a casa, entonces, cuando caminaba por una calle oscura unos ladrones le arrebatan el abrigo nuevo, lo golpean y lo dejan tirado sobre la nieve. A partir de aquí comienza una desgracia tras otra para el protagonista de la historia. Al final, enfermo y deprimido, el hombre muere en la soledad de su vivienda.

Por fortuna yo no tengo necesidad de comprarme un abrigo nuevo para sobrevivir el próximo invierno. Tengo varios suéteres y chamarras que me cubren lo indispensable para no padecer frío durante la temporada invernal de la Ciudad de México.

No obstante, en el pasado invierno y también en el antepasado, apenas si usé los suéteres y las chamarras. Mi ropa invernal —que no es mucha, pero, como dije, es suficiente— ha estado colgada en el clóset sin que le dé uso. Hace unos días me di cuenta de que una capa de polvo la cubría y decidí sacarla para sacudirla y ventilarla.

Las cosas no eran así. Cualquiera que tenga mi edad recordará que los inviernos y también los otoños de la Ciudad de México eran más fríos.

Recuerdo aquellas tardes frescas y húmedas de mi juventud en las que con la cabeza llena de ideas salía a pasear por las calles casi desiertas, enfundado en un saco grueso de tweed y una bufanda de lana. Para proteger las manos llevaba unos guantes de piel. Y la cabeza la cubría con un sombrero de fieltro negro que había comprado en el extranjero. No sé si me veía elegante, pero yo, al menos, así me sentía.

Tiempos pasados. En estas noches de mayo el calor ha sido tan sofocante que he tenido que dormir con la ventana abierta para no quedar empapado en sudor. No recuerdo noches tan calurosas en el Valle de México. Mientras tanto, imagino que, en el fondo de mi clóset mis abrigos, mis chamarras y mis suéteres deben estar padeciendo doble: el mismo calor que yo, pero, también, el polvoso abandono en el que han quedado desde hace años.

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