El viernes de madrugada, los teléfonos de todos los israelíes sonaron al unísono, despertándonos con una alarma inusualmente fuerte y hasta entonces desconocida.
Acompañada de un mensaje urgente, advertía: en los próximos minutos sonarán las sirenas alertando sobre la posible caída de misiles lanzados desde Irán; se recomienda a la población dirigirse lo más pronto posible a un refugio antibombas. Todo el país, completamente despierto, aguardó con ansiedad el inicio de los ataques. Sin embargo, no ocurrió nada. Horas después seríamos testigos de una de las operaciones militares más ambiciosas, precisas e insólitas de la historia.
En cuestión de horas, la aviación israelí, junto al Mossad —el cuerpo de inteligencia—, logró eliminar a gran parte del alto mando militar iraní y de sus Guardias Revolucionarias, además de destruir buena parte de su infraestructura nuclear y de sus sistemas de defensa y ataque aéreos. La operación fue tan exitosa que, contra todo pronóstico, Irán fue incapaz de responder durante más de un día. El clima en Israel ese primer día fue de euforia. No sólo la derecha y los seguidores del primer ministro Netanyahu celebraron el ataque, sino que la gran mayoría de los israelíes mostró su apoyo a las fuerzas armadas.
Durante décadas, Irán se ha dedicado a construir una coalición regional mediante el fortalecimiento de grupos proxy como Hezbolá en Líbano, el régimen de Assad en Siria, los hutíes en Yemen, milicias en Irak y, por supuesto, Hamas en Gaza. No sólo los financió, sino que invirtió intensamente en el desarrollo de un vasto arsenal de misiles y un programa nuclear. El 7 de octubre, los israelíes entendieron que las amenazas iraníes no eran meramente retóricas, sino parte de un plan sistemático para destruir al país. Asimismo, el régimen iraní ha sido responsable de miles de muertes en la región, instigando y financiando las masacres de Assad en Siria y la guerra civil en Yemen. El régimen ultraconservador del Ayatolá ha convertido a un país con enormes recursos materiales, humanos y culturales en un estado totalitario orientado a la guerra y no al bienestar de su población.
No obstante, a diferencia del conflicto con Hezbolá, en el que Israel logró desarticular al grupo en cuestión de días, Irán es un país de 90 millones de personas con uno de los ejércitos más grandes del mundo. Tras el silencio inicial, comenzaron los bombardeos. Desde el segundo día de esta nueva fase de la guerra, hemos presenciado imágenes nunca antes vistas.
Aunque los sistemas de defensa israelíes son altamente eficaces, los ataques iraníes —casi todos dirigidos contra Tel Aviv y el centro del país, y en su mayoría hacia áreas civiles— han destruido colonias enteras, hospitales y universidades, derribado edificios y sumido al país en un estado de pánico constante.
Pese al golpe inicial, el futuro de la guerra es incierto. El régimen del Ayatolá sigue en pie, los bombardeos continúan, y el mundo entero espera la decisión del hombre que marcará el rumbo de la región: Donald Trump. Mientras tanto, a todas horas, continúan las alertas. Primero, el mensaje aterrador en el teléfono. Diez minutos después, las sirenas. Luego, el sonido de las explosiones: a veces en el cielo, a veces en la tierra.