El ataque militar de Estados Unidos sobre Irán, bautizado como “Martillo de Medianoche”, no es sólo un acto bélico sin precedentes por su magnitud —125 aviones, 75 proyectiles y 14 bombas de más de 13 mil kilos— sino también un síntoma de cómo el orden internacional construido tras la Segunda Guerra Mundial se ha fracturado irremediablemente. En palabras simples: volvemos al mundo de los poderosos imponiendo su voluntad sin que haya quien pueda frenarlos.
Aunque Donald Trump justificó este ataque como preventivo ante la amenaza nuclear iraní, el argumento coquetea peligrosamente con el margen de la ilegalidad internacional. Desde los bombardeos en Irak de 2003, cuando la evidencia se fabricó con base en mentiras para legitimar la invasión, no veíamos una acción unilateral tan drástica, disfrazada nuevamente con el argumento del peligro inminente.
Pero en esta ocasión hay un elemento adicional que agrava la situación: la imposibilidad práctica de imponer la ley internacional. Con Siria desmoronada tras una década de guerra civil, Estados Unidos e Israel encontraron un corredor aéreo prácticamente abierto, evitando así volar sobre el territorio iraquí, históricamente problemático y políticamente delicado. El resultado es claro: Irán quedó vulnerado en su propio territorio y las represalias militares que anuncie difícilmente podrán revertir la posición de debilidad en la que quedó tras la devastación de sus instalaciones nucleares.

Transición tersa en la Corte
Esta operación trasciende lo puramente militar. Marca el inicio de una época oscura en la política global, donde la legalidad internacional queda subordinada a la ley del más fuerte. Si Rusia pudo anexarse Crimea sin declararle la guerra formalmente a Ucrania, enviando soldados sin bandera ni insignias, Estados Unidos acaba de recordarle al mundo que, para ellos, declarar formalmente una guerra también es prescindible.
La ruptura del orden internacional es más que una frase dramática; se trata de una realidad cada vez más palpable. Sin nadie capaz de imponer límites, conflictos en Taiwán, Ucrania o cualquier otro rincón del planeta pueden intensificarse y multiplicarse. Los gobiernos con poder militar suficiente entenderán el mensaje: la impunidad está a su alcance si la fuerza acompaña a la decisión política.
La fragilidad del orden que contenía esta amenaza es ahora evidente. Las instituciones globales, debilitadas durante décadas por el desinterés o la abierta oposición de las grandes potencias, son hoy cascarones incapaces de contener decisiones que se toman en Washington, Moscú o Pekín. La comunidad internacional, que en otros tiempos pudo actuar como árbitro o al menos como una voz moral relevante, hoy se ve reducida a emitir comunicados inofensivos, sin efecto práctico alguno.
Lo sucedido en Irán no sólo representa un ataque histórico por sus dimensiones técnicas, sino por el mensaje que envía al resto del mundo. El contrato social internacional se ha roto, y lo que vendrá después no es difícil de prever: un periodo de inestabilidad global que, como siempre, pagarán los países más vulnerables. Nos adentramos en la era del caos autorizado por el músculo militar, donde, irónicamente, las acciones supuestamente preventivas acelerarán precisamente lo que pretenden evitar: la guerra abierta.
