Como no podía ser de otra manera, desde que hace una docena de días Israel diversificó sus acciones militares —en el contexto de su ofensiva contra Hamas en los territorios palestinos desde octubre de 2023—, escalando el conflicto en un nuevo frente con Irán, éste se ha convertido en el tema de mayor cobertura y preocupación global.
A ello hay que sumarle la sorpresiva decisión del gobierno de Estados Unidos de tomar parte de manera unilateral en el conflicto, con el bombardeo estratégico a las plantas de uranio de Fordow, Natanz e Isfahán, operación denominada “Martillo de medianoche”, ocurrida el 21 de junio.
La sorpresiva y contundente decisión del gobierno de Donald Trump marca un hito en la política exterior estadounidense en décadas. No sólo por el armamento desplegado en dicha operación, sino por el hecho de no darse en respuesta a una agresión de magnitud similar contra ciudadanos, territorio o intereses directos de Estados Unidos. Desde luego, resulta temerario afirmar que estamos frente al inicio de una tercera guerra mundial. Sin embargo, lo ocurrido es de tal gravedad, que tiene al mundo en estado de crispación y confiando en que se revierta la escalada del conflicto.
Pero veamos el impacto de esta disputa en Latinoamérica. Tradicionalmente, los vínculos entre Irán y los países de nuestra región eran más bien vagos, difusos o, incluso, nulos, ya fuera por el abismo cultural o meramente por la lejanía geográfica. Sin embargo, esto empezó a cambiar hace dos décadas. Desde que Mahmud Ahmadineyad alcanzó la presidencia de Irán, en 2005, las relaciones del país asiático con algunos países de América Latina experimentaron un vuelco, digamos, interesante. No es casual que la llegada al gobierno de Ahmadineyad coincidiera con el ascenso en la región de gobiernos en torno a la órbita del chavismo, que compartían determinados valores y que eran proclives a justificar ciertas decisiones autoritarias. La sincronía es clara: Lula (Brasil) y Kirchner (Argentina) en 2003, Morales (Bolivia) en 2006, Correa (Ecuador) y Ortega (Nicaragua) en 2007, Lugo (Paraguay) en 2008 y Mujica (Uruguay) en 2010.
Venezuela fue la puerta de entrada de Irán a América Latina. Desde 2007, Irán participa en la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba), iniciativa de Hugo Chávez para tratar de marcar el rumbo de la política y cooperación regional. Si apenas hace dos décadas se puede identificar el relanzamiento de las relaciones de la nación islámica con Latinoamérica, la cooperación se ha multiplicado y diversificado de distintas maneras, desde la adopción de centros de estudios sobre Medio Oriente, inversiones y apoyos financieros, hasta entrega de armamento y, desde luego, la llave energética del petróleo. Así, se incursionó en una diversificación de socios y doctrinas ajenas a las naturales de Occidente.
Con el cambio de gobierno en México en 2018, nuestro país no ha estado exento de entrar en esa dinámica de cooperación. Si bien una o dos golondrinas no hacen verano, baste señalar la exposición sobre la riqueza cultural, natural y arquitectónica iraní, en pleno Paseo de la Reforma, en 2020, o —más grave— el sainete de la aeronave iraní-venezolana Airbus A340-642 matrícula YV-3533, denunciado por el Departamento del Tesoro de Estados Unidos por facilitar apoyo financiero y tecnológico al Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica y los respectivos vuelos y aterrizajes en el AIFA, Cancún y Tabasco, según las crónicas periodísticas de la época. Para ir poniendo las barbas a remojar.