La política arancelaria impulsada por el presidente Donald Trump ha generado un daño significativo a la economía global y, en particular, a la mexicana, no solo por sus efectos inmediatos en el comercio y la inversión, sino también por el deterioro que provoca en las estructuras económicas de las democracias occidentales, al partir de un diagnóstico erróneo sobre las causas de la desindustrialización estadounidense.
Pensar que los aranceles revertirán la pérdida de empleos manufactureros, reducirán el déficit comercial y devolverán a Estados Unidos la hegemonía económica global es, en el mejor de los casos, una ilusión anacrónica. En el fondo, esta política comercial revela la fragmentación del marco geopolítico actual, en el que la estrategia estadounidense pierde terreno frente a otras potencias, particularmente China.
El objetivo de desplazar a China como potencia manufacturera resulta inviable. La apuesta por recuperar la fortaleza industrial de mediados del siglo XX desconoce la lógica del capitalismo global contemporáneo, donde la ventaja competitiva no radica en costos laborales, sino en la capacidad de generar e integrar tecnologías de frontera.
La competencia entre Estados Unidos y China no es nueva. Retomando algunas ideas de un interesante análisis (“We Warned About the First China Shock. The Next One Will Be Worse” By David Autor & Gordon Hanson (July 14, 2025, NYT), tenemos que al menos se remonta al “Shock China” de la primera década del milenio, cuando el gigante asiático, con su enorme reserva de mano de obra barata, se convirtió en la fábrica del mundo y desmanteló casi una cuarta parte del empleo manufacturero estadounidense.
Sin embargo, el modelo chino ha evolucionado. Ya no compite únicamente por costos laborales. China ha escalado a la frontera tecnológica, disputando liderazgo en inteligencia artificial, computación cuántica, biotecnología, baterías avanzadas y vehículos eléctricos. Empresas como BYD, DJI y CATL no solo han alcanzado a sus competidores globales, sino que en varios sectores los han superado.
Según el Australian Strategic Policy Institute, China ya domina más de la mitad de las áreas tecnológicas clave que definirán la economía global del futuro. Hoy, su ambición no es ser la fábrica del mundo, sino liderar el avance tecnológico mundial.
Este ascenso no puede entenderse sin el modelo político de partido único del país asiático, caracterizado por un pragmatismo extremo. El Partido Comunista Chino fija objetivos estratégicos de largo plazo –como liderar en IA para 2030 o alcanzar la autosuficiencia en semiconductores– y moviliza recursos masivos para alcanzarlos.
A nivel interno, los gobiernos locales compiten para atraer inversiones y formar clústeres tecnológicos, mientras que las empresas estatales y privadas alinean sus estrategias con las prioridades nacionales. Este sistema tiene ventajas que las democracias no pueden igualar: coordinación, rapidez, tolerancia al riesgo.
Sin embargo, estas fortalezas tienen costos importantes: falta de transparencia, riesgo de errores sistémicos, vigilancia social y severas limitaciones a las libertades individuales. En esencia, el modelo chino combina planificación estatal con una feroz competencia empresarial, acelerando su ascenso tecnológico y geopolítico.
Frente a esta competencia estructural, la respuesta estadounidense de elevar aranceles es claramente insuficiente. Estas medidas solo protegen industrias obsoletas y, en muchos casos, ya moribundas. No generan capacidades para la economía del futuro.
El desafío actual no es comercial, sino tecnológico y estructural. Estados Unidos sigue atrapado en la lógica del siglo XX, cuando lo que se requiere es una visión estratégica de largo plazo que impulse innovación, inversión y alianzas globales. Hay que mirar hacia adelante. Competir no significa encerrarse; significa construir el futuro más rápido que tu rival. Quien lidere en inteligencia artificial definirá la economía. Quien controle la computación cuántica dominará la ciberseguridad. Quien avance en baterías y biotecnología decidirá la próxima revolución energética y sanitaria.