EL ESPEJO

La dictadura de Bukele en El Salvador

Leonardo Núñez González. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Leonardo Núñez González. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: La Razón de México

La reelección indefinida es una señal de alerta en cualquier democracia. Pero en El Salvador ya no es sólo una alerta, sino un hecho consumado.

La Asamblea Legislativa, bajo control absoluto del partido de Nayib Bukele, aprobó en cuestión de horas una reforma constitucional que permitirá al presidente reelegirse tantas veces como quiera.

El golpe fue quirúrgico, rápido y calculado: llegó en vísperas de un día feriado, sin debate y con la dispensa de trámite habitual en los autoritarismos que todavía simulan ser democracias.

No es casualidad que el día elegido para consumar el golpe haya sido el Día del Periodista, en un país donde los medios independientes ya están en el exilio porque tuvieron que salir para salvar su vida y su libertad. Tampoco es accidente que el último manotazo autoritario pasara días después de que la última organización de derechos humanos relevante, Cristosal, haya abandonado el país sabiendo que su directora anticorrupción fue encarcelada y ahora es presa política. Las voces críticas no sólo fueron silenciadas: fueron expulsadas. Es el final de una secuencia que comenzó hace años, cuando Bukele empezó a desmontar cada contrapeso institucional.

Primero fue la Asamblea. Luego la Corte Suprema. Después, el fiscal general. Más tarde, los partidos políticos, las ONGs, los jueces incómodos. Y ahora, el propio texto constitucional.

Cada uno de estos movimientos fue parte de un libreto minucioso que, paso a paso, eliminó los diques de contención de la democracia. Las reformas de la semana pasada amplían el mandato presidencial, eliminan la segunda vuelta electoral y adelantan los comicios, todo envuelto en una narrativa de eficiencia y ahorro que esconde su verdadero propósito: consolidar un poder personalista sin fecha de caducidad.

La estrategia no es nueva. Como advirtió la Corte Interamericana de Derechos Humanos desde 2021, el peligro de las democracias actuales no es el golpe de Estado tradicional, sino la erosión lenta y sistemática desde dentro, desde la cual un día simplemente ya no es posible dar vuelta atrás. El caso salvadoreño sigue esa lógica. La popularidad del presidente, nutrida por una campaña permanente apalancada en la seguridad y el combate a las pandillas, así como una maquinaria de propaganda sofisticada, creó el escenario para dinamitar los cimientos democráticos de un plumazo. Y Bukele lo sabe. Lo dijo sin rodeos: “Me tiene sin cuidado que me llamen dictador”.

Ese desdén es revelador. En América Latina la palabra “dictador” ha perdido capacidad de indignarnos y hacernos prender todas las alertas. Lo que alguna vez implicó violencia, censura y represión, hoy se trivializa bajo un disfraz de modernidad digital, eficiencia gubernamental y guerra contra el crimen. Pero los hechos son necios: sin libertad de prensa, sin sociedad civil autónoma, sin elecciones justas ni posibilidad real de alternancia, no hay democracia. Sólo queda un régimen que se justifica a sí mismo por su eficacia y su popularidad y que tiene carta abierta para hacer lo que le venga en gana, sin que nada ni nadie pueda detenerlo. México no es El Salvador. Pero mirar este espejo debería incomodarnos. Porque los regímenes autoritarios no siempre nacen de un golpe, sino del silencio, de la indiferencia y de la renuncia de las voces críticas. Cuando estas ya no pueden hablar o deben huir, es que la democracia ya está en camino al matadero.

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