En una nota publicada en el diario El país en junio pasado, firmada por Alberto G. Palomo, se aborda el fenómeno de los impostores sin síndrome, una nueva y muy popular clase de personas, que despliegan una seguridad absoluta y una autoimagen grandiosa, carente de autocrítica.
En 1978, las psicólogas Pauline Clance y Suzanne Imes acuñaron el término “síndrome del impostor”, para describir a personas talentosas que se percibían como un fraude a punto de ser descubierto. Como un fenómeno a la inversa, en los últimos años aparecen individuos incompetentes que muestran total seguridad.
La psicología lo explica en parte con el efecto Dunning-Kruger, según el cual quienes tienen menor competencia tienden a sobreestimarse. David Dunning lo resumió de manera lapidaria: “Los incompetentes no sólo se equivocan, sino que carecen de la lucidez necesaria para advertirlo” (Kruger & Dunning, 1999). Esta ceguera, en contextos donde la seguridad se confunde con capacidad, se convierte en un recurso de ascenso.

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El auge de la marca personal y las redes sociales han reforzado y acelerado este escenario. La narrativa ha sustituido a la experiencia; el relato pesa más que la evidencia. Un logro menor puede ser presentado como una gesta memorable y, en un entorno de sobreexposición, esa puesta en escena resulta más valiosa que la sustancia misma. Como advierte el psicoanalista Christopher Bollas, “la máscara social puede ser tan convincente que sustituya por completo a la persona que la porta” (Bollas, 1987). En otras palabras, la falsedad de la apariencia se convierte en la nueva verdad aceptada.
Los líderes populistas son quizá la cara más visible de este tipo de impostura: nunca se permiten dudar, retroceder o mostrar fragilidad. La contundencia se percibe como firmeza moral, mientras la reflexión es tachada de vacilación. El politólogo Steven Levitsky lo observa con preocupación: “Cuando la arrogancia reemplaza a la prudencia, la democracia se vuelve vulnerable” (Levitsky & Ziblatt, 2018).
Las raíces de este fenómeno se hallan también en la educación con la obsesión contemporánea por preservar la autoestima infantil, evitando cualquier confrontación con el error, lo que ha derivado en adultos con baja tolerancia a la crítica y con una autoimagen distorsionada. A ello se suma el capitalismo de la atención, donde no importa ser competente, sino visible. El brillo exterior basta para abrir puertas que deberían requerir solvencia real .
En el mundo laboral, estas dinámicas se intensifican. La competencia feroz obliga a la autopromoción constante; se premia más la destreza para vender una imagen que la capacidad de resolver problemas. La exageración se vuelve norma, y la modestia, un obstáculo. Martha Nussbaum lo advierte con crudeza: “Una sociedad que recompensa la apariencia sobre la verdad termina produciendo ciudadanos sin brújula ética” (Nussbaum, 2010).
Ante esta realidad, la respuesta no es abolir la confianza, sino devolverle su anclaje en la autocrítica honesta. Necesitamos sistemas de evaluación que valoren hechos verificables en lugar de impresiones superficiales, así como una cultura que reconozca la humildad intelectual como un signo de madurez. Aprender a equivocarse, aceptar la corrección y rodearse de voces críticas es tan vital como celebrar los triunfos.
Quizá el antídoto contra los impostores sin síndrome sea precisamente recuperar el derecho a la duda. Como escribió Albert Camus, “dudar de uno mismo no significa debilidad, sino el inicio de la honestidad”.
Valeria VillaApariencia sin sustancia

