CARTAS POLÍTICAS

El Comandante H y el trastorno de personalidad múltiple

Pedro Sánchez Rodríguez. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón
Pedro Sánchez Rodríguez. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón Foto: Imagen: La Razón de México

La caída de Hernán Bermúdez Requena, alias El Comandante H, parece el guion de una novela sobre corrupción y poder en México, pero es ni más ni menos que la realidad.

Secretario de Seguridad Pública de Tabasco de 2019 a 2024, fue detenido en Paraguay y, tras la presión diplomática, terminó expulsado por ingreso ilegal al país sudamericano. Ya se encuentra en México. Lo que a primera vista parece un caso aislado de un funcionario que terminó ligado a una red criminal, en realidad refleja algo más profundo: la manera en que el Estado mexicano y el crimen organizado se entrelazan, al grado de volverse casi indistinguibles en algunos espacios.

Bermúdez no es un policía cualquiera. Su nombre apareció en los Guacamaya Leaks en 2022, vinculado a La Barredora, un grupo criminal dedicado al narcotráfico, huachicol, tráfico de migrantes, armas y extorsión. Durante años, esas acusaciones parecían flotar en el aire sin consecuencias legales ni políticas. No fue sino hasta 2025, cuando el gobernador Javier May decidió denunciarlo públicamente, que el caso explotó. Y lo hizo señalando directamente a sus antecesores, Adán Augusto López y Carlos Merino, quienes lo designaron y sostuvieron en el cargo a pesar de los señalamientos.

Lo que revela esta historia es inquietante: los circuitos de protección política que permitieron que un funcionario con vínculos criminales encabezara la seguridad de un estado durante casi cinco años. No hablamos de un infiltrado menor, sino de la cabeza de la corporación policial en la tierra natal del expresidente López Obrador, líder moral de la 4T. La paradoja es brutal: la institución que debía combatir al crimen estaba dirigida, según múltiples testimonios y filtraciones, por quien articulaba una de las organizaciones criminales locales.

La lección política es incómoda para Morena. El señalamiento directo de que dos exgobernadores, ambos militantes del partido, nombraron y protegieron a Bermúdez (también militante de Morena) coloca a la 4T en un dilema: ¿cómo mantener el discurso de transformación cuando en los hechos se arrastran prácticas de complicidad con estructuras criminales? La narrativa de “ya no somos iguales” pierde fuerza cuando se constata que, en pleno lugar de nacimiento político de la Cuarta Transformación, operaba una red de colusión entre seguridad pública y delincuencia.

El caso Bermúdez expone, además, una de las fracturas más delicadas del Estado mexicano: la captura institucional. Cuando una dependencia de seguridad se convierte en vehículo de una organización delictiva, la frontera entre lo legal y lo ilegal se evapora. Porque el caso no es aquel de una autoridad que fue sobornada, sino uno en el que la cabeza de la policía estatal era líder de una organización criminal. El caso sobrepasa lo que en muchas partes del país es común, el miedo de no saber si quien porta un uniforme está para proteger o extorsionar; en este caso llega al absurdo de que el uniforme es utilizado no sólo para extorsionar, sino para traficar y quién sabe qué más. Esa desconfianza erosiona el pacto social, mina la legitimidad del Gobierno y abre espacio para que el crimen se consolide como poder paralelo.

En el contexto internacional, este episodio coincide con la presión creciente de Estados Unidos para que México actúe contra el narcotráfico y la corrupción. Apenas la semana pasada, Washington sancionó a integrantes del Cártel de Sinaloa y a una diputada de Morena por presuntos vínculos criminales. La captura de Bermúdez parece una respuesta a esa exigencia: mostrar que el Gobierno no es cómplice. Pero el fondo del problema no se resuelve con detenciones espectaculares, sino, para empezar, con explicaciones de los implicados en este caso y luego con reformas profundas que rompan los lazos entre el poder político y el crimen organizado.

Más allá de su desenlace, el caso ya dejó una marca: mostró que el crimen organizado no es un actor externo que amenaza al Estado, sino una fuerza que ha encontrado asiento dentro de sus estructuras. La política y el crimen, en muchos rincones del país, funcionan como engranes de una misma maquinaria. Pero esta metáfora es demasiado elegante para lo que está sucediendo: la política y el crimen están representadas por la misma persona. El desafío para la democracia mexicana es romper esa simbiosis antes de que se vuelva irreversible. El Comandante H es apenas un rostro. Detrás de él hay redes, pactos y silencios que han permitido que el Estado y el crimen compartan espacios de poder.

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