El caso Ayotzinapa cumplió 11 años. Incendiando un vehículo a las puertas del Campo Militar número uno inició la jornada de conmemoraciones de aquella noche trágica en Iguala, en la que murieron seis personas y desaparecieron 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos.
La violencia, así sea simbólica, traza la distancia que se acentúo entre un gobierno, el de López Obrador, que les prometió lo imposible, y el actual, atrapado en un esquema del que es complejo salir airosos si no se acepta que desde diciembre de 2018 se actuó más por cálculo que con el ánimo de conocer la verdad, y que se terminó por enredar las cosas hasta lo imposible.
Los padres de los normalistas han visto pasar una larga serie de engaños, por los que se les alentó a creer que existían complicidades superiores en lo que les ocurrió a sus hijos.

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Desde el inicio de la indagatoria se supo que fue la complicidad del poder político municipal con el crimen organizado la que accionó una serie de hechos que llevaron a que los jóvenes fueran secuestrados por policías locales y entregados a los sicarios de los Guerreros Unidos, quienes los mataron y se deshicieron de los cuerpos quemándolos en el basurero de Cocula.
En las investigaciones de la Fiscalía de Guerrero y en la recomendación que emitió la CNDH en 2018, se encuentran las claves de aquel suceso que sigue marcando, de algún modo, el derrumbe de toda una época.
Porque las tardanzas del gobierno de Enrique Peña Nieto, los errores de análisis, que no valoraron la trascendencia de lo ocurrido, en la disposición para no lastimar a las víctimas con las indagatorias sobre la presencia de células de narcotraficantes en la propia Normal, dejaron abierta la puerta para que se construyera una narrativa falsa sobre lo ocurrido.
Visto en retrospectiva, ese 26 de septiembre se transformó en un Cisne Negro que significó el inicio del fin de todo un proyecto político.
La desgracia se utilizó electoralmente, apelando a la denuncia genérica sobre la supuesta culpabilidad del Estado, lo que alentó expectativas de que se encontraría y probaría una hipótesis distinta a la contenida en la Verdad Histórica, pero no ocurrió así.
Intentaron un viraje, es cierto, amparados en las intrigas de un fiscal que tuvo que huir del país, pero que antes permitió que se liberara a decenas de implicados, y en un grupo de investigación internacional (el GIEI) que se dedicó a promover las insidias y a sabotear el trabajo de los fiscales, policías y peritos.
Ahora, aunque no lo admitan en público, en la FGR, y en Palacio Nacional, saben que no existe más camino que el que se señaló en su momento y por el que, de modo ruin y paradójico, se encuentra en arresto domiciliario Jesús Murillo Karam, el entonces titular del Ministerio Público en 2014.

