El ataque en el CCH Sur perpetrado por Lex Ashton, que le quitó la vida a Jesús Israel “N”, de 16 años, no puede entenderse sólo como un crimen más en la estadística de violencia juvenil. Su gesto —planeado, simbólico y extremo— obliga a mirar con profundidad en el territorio del sufrimiento psíquico.
El psicoanálisis ha insistido desde Freud en que el ser humano no sólo se mueve por el placer o la razón: también está atravesado por fuerzas inconscientes, pulsiones de vida y de muerte. El concepto de pulsión agresiva o destructiva (pulsión de muerte) puede entrar en tensión con las pulsiones de vida. En situaciones de sufrimiento interior, humillaciones prolongadas o sentimientos de fracaso, esa pulsión agresiva puede proyectarse hacia el exterior.
La pulsión de muerte se intensifica ahí donde no hay lazos significativos que sostengan y puedan contener.

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Ashton, de 19 años, cargaba una historia de bullying, abandono paterno, enfermedad mental familiar (diagnóstico de bipolaridad del padre, depresión e intento suicida de la hermana) y rechazo social. El joven asesino también estaba deprimido y se había atendido en Psicología de la UNAM durante seis meses. El diagnóstico del IMSS reporta un episodio depresivo mayor moderado además de probable trastorno sociopático de la personalidad.
En sus redes dejó ver su resentimiento, su autodefinición como “escoria” y su odio hacia quienes representaban el éxito o la aceptación que él sentía le fueron negados. Parece ser la manifestación de una herida narcisista: cuando el sujeto percibe que su valor es ignorado, el yo queda herido. Para algunos, la respuesta es retraerse. Para otros, es atacar al mundo que los hiere.
La agresión en este caso tiene algo de ritual. No sólo mata: escoge el escenario escolar, planea hacerlo visible, busca que su acto sea noticia, que haya testigos, que sea copia de otros actos.
Lacan decía que todo acto extremo es también un mensaje dirigido al Otro, la sociedad, los que no lo escucharon. Matar se vuelve, de forma siniestra, una forma de hablar. El acto quiere ser leído: “Mírenme, existo, y mi dolor es real”.
En lugar de reconocer su sufrimiento como propio, el agresor lo proyecta en los demás: ellos son el enemigo, ellos merecen el castigo. La violencia se siente justificada para él.
En un contexto de radicalización en Internet, donde proliferan foros de incels (célibes involuntarios), la rabia y la agresión encuentran un discurso ideológico que las reafirma. Estas comunidades y subculturas virtuales sostenidas por el odio, en las que la violencia, la misoginia y el resentimiento se validan, se han convertido en espacios que acogen a jóvenes sin pertenencia, que se sienten aislados e invisibles y que encuentran ahí “hermanos” que también se sienten rechazados.
El psicoanálisis nos da pistas para la prevención: un sujeto con un yo frágil necesita sostén, necesita espacios de palabra donde su enojo no sea negado ni convertido en espectáculo. Cuando no hay escucha, la pulsión de muerte puede volverse acto.
Hablar de salud mental en las escuelas no es opcional, es urgente sobre todo para los varones, perdidos en un mar de ideologías del odio sin referentes masculinos saludables ni grupos de pertenencia que sirvan de contrapeso a la propuesta de la violencia como el único camino de expresión. Si no ofrecemos a los jóvenes canales para simbolizar su dolor, corremos el riesgo de que lo actúen de forma destructiva. La lección que deja el caso Ashton es amarga pero clara: detrás de cada tragedia hay un llamado desesperado que no fue atendido a tiempo y ese llamado nos involucra a todos.
Cuando el dolor se convierte en violenciaPor VALE VILLA

