Amigos, lo que se dice amigos, no tenemos muchos. Depende de cada uno, claro está, pero lo normal es que se tengan unos cuantos: cinco, diez, veinte a lo mucho. Lo que más tenemos, a veces de sobra, son conocidos. Pero en el vasto conjunto de los conocidos caben relaciones de diversos tipos, desde los que casi califican como amigos, porque los vemos seguido, platicamos con ellos, estamos enterados de sus vidas e incluso nos da gusto encontrarlos, hasta los que apenas vimos una vez en algún sitio y cruzamos unas palabras e intercambiamos un fugaz saludo.
De ese segundo tipo, de los apenas conocidos, ¿cuántos tenemos? A mis sesenta y dos años, casi sesenta y tres, yo calculo que tengo varios miles. Si me mostraran sus retratos quizá podría acordarme de medio millar de ellos, de dónde y cómo los conocí y, con mucha suerte, hasta podría traer un nombre a la cabeza. En esa categoría entran los cientos y cientos de vecinos, condiscípulos, coequiperos, compañeros de viaje, colegas de trabajo con lo que he tenido contacto a lo largo de mi vida. Algunos todavía están presentes, pero la mayoría, la enorme mayoría, ya no lo están. ¿Qué habrá sido de ellos? ¿Por qué todavía me acuerdo de algunos y a otros los he borrado de mi mente?
Me asombra la capacidad que tienen algunas personas para recordar los nombres de sus conocidos. Eso lo he admirado en algunos políticos mexicanos que me ha tocado ver de cerca. He presenciado la proeza de cómo un político del viejo régimen, que todavía sigue en el candelero, era capaz de saludar por su nombre y con toda seguridad a decenas, ¡qué va!, a cientos de personas en un encuentro. El efecto de ese reconocimiento era visible en quienes se acercaban a darle la mano, todos ellos se sentían importantes, aunque no lo fueran. Yo creo que jamás hubiera podido ser un político de ese calibre por varias razones, pero una de ellas es porque mi memoria para los nombres es pésima. Mi memoria de rostros, en cambio, es un poco mejor. El problema, por supuesto, es como reestablecer una liga personal cuando el nombre se ha olvidado. Hay que hacer muchos malabares.
Una vida sin amigos es deprimente, pero una vida sin suficientes conocidos también puede ser gris, incluso triste. Los conocidos nos acompañan en el día a día tanto o incluso más que los amigos, que a veces están lejos. Por lo mismo, la amabilidad en el trato diario con quienes nos rodean es una virtud que se paga bien. Dicho lo anterior, jamás hay que confundir a los conocidos con los amigos. Se pueden tener muchos conocidos, pero si no se tiene por lo menos un amigo, uno de verdad, la vida parece como si estuviéramos perdidos en medio de una multitud.