En La cocina (2024), Alonso Ruizpalacios traslada al cine la obra de teatro de Arnold Wesker y la sitúa en un restaurante neoyorquino donde se encuentran trabajadores migrantes de distintas nacionalidades. La película no sólo retrata la vida laboral en un espacio cerrado y caótico, sino que convierte la cocina en una metáfora de las tensiones sociales que enfrentan quienes cruzan fronteras en busca de mejores condiciones de vida.
Desde un enfoque sociológico, el espacio de la cocina puede leerse como lo que el antropólogo francés Marc Augé denomina un “no-lugar”: un sitio de tránsito que anula identidades y reduce al individuo a su función productiva.
Los migrantes que trabajan ahí no son reconocidos como sujetos plenos, sino como mano de obra barata que mantiene en pie la maquinaria de la ciudad. Invisibles para los comensales y prescindibles para los dueños, habitan un territorio donde la explotación laboral, las jornadas interminables y la presión constante configuran un microcosmos de desigualdad estructural.

A un mes de la explosión
La dinámica coral de la cinta subraya esta condición: voces en distintos idiomas, choques culturales y gritos superpuestos transmiten el vértigo de un mundo que colapsa. Ruizpalacios convierte la cocina en un espacio saturado que refleja la precariedad del migrante en las grandes urbes globalizadas.
En el plano psicológico, La cocina expone los efectos subjetivos de la migración. Como ha señalado el sociólogo argelino-francés Abdelmalek Sayad, el migrante vive en una especie de “doble ausencia”: no pertenece ya a su lugar de origen, pero tampoco es plenamente aceptado en el nuevo destino. Los personajes de Ruizpalacios cargan con esa herida, que se observa en sus insomnios, en la rabia contenida, en los estallidos de violencia verbal o física. La cocina no sólo es un lugar de trabajo: es el espacio donde el desarraigo se hace carne y donde la lucha diaria por sobrevivir tiene efectos emocionales profundos. La llamada entre Pedro (muy impresionante actuación de Raúl Briones) y su padre retrata la fractura interna del personaje, originario de Huauchinango, Puebla, quien todavía anhela ser el hijo que su padre hubiera querido, en total contradicción con la realidad de su vida en Nueva York y de su relación con Julia.
La socióloga norteamericana Arlie Hochschild, al analizar las cadenas globales de cuidado, mostró cómo los migrantes cargan también con ausencias afectivas: dejan hijos, familias y redes emocionales atrás. La nostalgia que acompaña al trabajo está presente en toda la película.
En medio de la violencia estructural emergen gestos de solidaridad que permiten hablar de una psicología de la resistencia. Compartir un plato de comida, cubrir el turno de un compañero o simplemente escuchar al otro se convierten en estrategias de cuidado comunitario. Es en esas grietas donde los personajes se reconocen como sujetos más allá de la etiqueta de migrantes.
El filme oscila entre la asfixia del caos laboral y los destellos de humanidad. La cámara refuerza la sensación de encierro y saturación. Sin embargo, Ruizpalacios también abre espacios de silencio donde aparece la posibilidad de imaginar un futuro distinto.
La cocina es mucho más que un drama sobre trabajadores en un restaurante: es un retrato de los procesos sociológicos y psicológicos que atraviesan a millones de migrantes en el mundo contemporáneo. Invisibles para la sociedad que los emplea pero imprescindibles para su funcionamiento, encuentran formas de resistir, de reconstruirse y de reclamar su derecho a existir con dignidad.
La cocina: migración, desarraigo y resistenciaValeria Villa

