En memoria de Shiri, Ariel y Kfir Bibas
Ayer, 7 de octubre, se cumplieron dos años del ataque de Hamas contra Israel. En universidades como UCLA, Stanford y Goldsmiths University, grupos de estudiantes han anunciado actos en memoria de los “mártires” que murieron ese día. No se referían a las víctimas civiles ni a los secuestrados: llaman mártires a quienes asesinaron a más de mil personas, entre ellas bebés, mujeres y ancianos. Esa confusión moral —y semántica— merece ser pensada.
El lenguaje del martirio pertenece, en su origen, a la idea de sacrificio por una causa justa. Pero cuando la palabra se aplica a quien mata inocentes, se vacía de contenido moral y se convierte en instrumento de propaganda. Albert Camus, que entendió como pocos la relación entre rebelión y crimen, advirtió que “cuando el asesinato se justifica en nombre de la justicia, la justicia muere con él”. En ese punto, el lenguaje político deja de nombrar y empieza a encubrir.
Hamas, por su parte, ha reivindicado los atentados del 7 de octubre como “una jornada gloriosa de resistencia”, según declaraciones recientes de su liderazgo político. La exaltación del crimen como victoria muestra hasta qué punto el lenguaje puede volverse cómplice del horror.
La universidad es, o debería ser, el lugar donde la razón se mantiene alerta ante esas distorsiones. No hay pensamiento crítico sin responsabilidad verbal. Quien confunde la empatía con la absolución termina borrando la diferencia entre víctimas y victimarios. En ese sentido, el pluralismo no exige simetría moral pues la libertad académica protege el debate de ideas, no la glorificación del crimen.
Recordar el 7 de octubre es también recordar la fragilidad del lenguaje con el que juzgamos el mundo. Si las palabras pierden su peso ético, la realidad se vuelve moldeable al poder de “las narrativas”. Y no toda muerte es sacrificio, no toda causa es justa, y no todo enemigo convierte al asesino en héroe.
En conclusión, no todo conflicto convierte al asesino en héroe. Justificar las atrocidades de Hamas como resistencia es darles una coartada. Cuando se exalta al asesino por el contexto en que mata, la ética se vuelve geopolítica y la compasión, ideología. Los saldos de la ceguera moral no son pocos: impunidad e injusticia. Y, la historia no necesita más mártires falsos; necesita conciencia.
A quienes sí hay que recordar es a las víctimas: a quienes fueron asesinados en sus casas, a quienes murieron protegiendo a sus hijos, a los jóvenes que bailaban en un festival y nunca volvieron, a los rehenes que siguen secuestrados, a quienes socorrieron a otros sin distinción.
Decir las cosas por su nombre no es intolerancia: es el primer deber de la razón pública. Llamar mártir a quien mata inocentes es traicionar el sentido de la palabra, y con él, la posibilidad misma de distinguir el bien del mal. Porque la justicia —como el lenguaje— empieza por la verdad.
