DE LIBERTAD Y RESPONSABILIDAD

“Salvemos la democracia”: entre la advertencia y la oportunidad

Rafael Solano *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Rafael Solano *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón. Foto: Imagen: La Razón de México

Según el Latinobarómetro 2024, el 52% de los mexicanos cree que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno. Y al mismo tiempo, el 48%… no. Hay algo inquietante en ese número. No porque sea nuevo, sino porque se ha normalizado. La democracia se sostiene, pero ya no entusiasma a los ciudadanos.

Lo más revelador no es sólo el porcentaje de apoyo, sino lo que lo rodea: partidos desacreditados, Congreso visto como adorno, justicia percibida como instrumento del poder. Aun así, en México y en varios países de la región, la gente sigue apostando por la democracia como opción por defecto. La duda es cuánto tiempo más durará ese reflejo, pensando que a 6 de cada 10 mexicanos no les importaría que un gobierno no democrático llegara al poder si resuelve sus problemas (Latinobarómetro).

En ese contexto aparece la iniciativa ciudadana “Salvemos la democracia”, impulsada por un grupo amplio de académicos, activistas, juristas, periodistas y exfuncionarios. Su propuesta: construir un frente ciudadano que le ponga freno a la tentación de desmontar el sistema electoral desde el poder. Y sí, otra vez el INE está en la mira.

Los ejes de la iniciativa son sensatos. Piden un árbitro autónomo, reglas claras de financiamiento, candados al clientelismo, representación proporcional sin trampas, iniciativas ciudadanas reales, contrapesos. Es decir, lo mínimo indispensable para que las elecciones sigan siendo lo que deben ser: competencia con reglas claras, no el simulacro con final anunciado del autoritarismo competitivo.

¿Es nuevo? No. ¿Es necesario? Sin duda. ¿Es suficiente? No todavía.

El riesgo de “Salvemos la democracia” es que se quede en el terreno de las buenas intenciones. O peor: en el club de los preocupados profesionales, que salvan al país desde algún restaurante de Polanco. Si quiere tener impacto real, esta iniciativa tiene que salir del zoom, romper la burbuja de las ONG y disputar el territorio político, más allá de marchas. Porque lo que está en juego no es un debate técnico: es el diseño del poder en los próximos años.

Eso implica decisiones incómodas. No basta con firmar desplegados, organizar foros o marchar un domingo de cada mes. Hay que construir una estrategia que logre presionar, incidir, condicionar desde las manzanas, las secciones electorales y los distritos, es decir, el territorio político. Lo demás es decorado.

Y eso incluye también incomodar a las oposiciones. Porque, seamos francos, muchas de las trampas que hoy el oficialismo quiere legalizar fueron prácticas recurrentes de los partidos tradicionales cuando gobernaban. La diferencia es que ahora las quieren meter en la Constitución y oficializarlas entre las autoridades. Parte de las cuentas pendientes es no haber creado una verdadera cultura democrática en una mayoría de mexicanos más allá del solo hecho de acudir a votar en elecciones.

La iniciativa tiene además otro desafío: conectar con los que ya no creen en nada. Porque la brecha entre la élite política y la ciudadanía no se cierra con “pedagogía democrática”, sino con hechos. Hoy hay millones de mexicanos que no se sienten representados por nadie, que votan por hartazgo o por inercia. A ellos hay que hablarles claro: sin árbitro confiable, tu voto vale menos. Sin reglas claras, el que gana lo puede todo. Y después ya no hay marcha atrás, para muestra tenemos el enorme retraso que hoy vive el Poder Judicial.

También es momento de usar las herramientas que existen. La figura de la iniciativa ciudadana está en la Constitución desde hace una década. Pero en diez años sólo se han presentado una decena de propuestas viables. Si este colectivo logra convertir su agenda en una propuesta legislativa con el respaldo de 120 mil firmas verificables, habrá dado un paso concreto. Y eso, en estos tiempos, vale más que mil pronunciamientos.

“Salvemos la democracia” no debe convertirse en consigna vacía. Si logra estructurarse como un actor político (no partidista, sí político), puede marcar la diferencia. Si cae nuevamente en la tentación de partidizar un movimiento social legítimo, se dispersará. Si se queda en la denuncia sin músculo, será una más de tantas alertas ignoradas.

La democracia no se salva con nostalgia ni con indignación. Se salva con organización, con estrategia y con presión pública. No es tiempo de discursos, es tiempo de tácticas.

Y sí, hay que tomar posición. No estamos frente a una “reforma electoral más”. Estamos ante un intento sistemático por debilitar los contrapesos. A veces con palabras amables (“austeridad”, “renovación”), a veces con amenazas abiertas. Pero siempre con el mismo objetivo: concentrar el poder.

Quienes creemos que la democracia vale la pena, incluso en su versión defectuosa, no podemos quedarnos como espectadores. Ésta es una pelea larga. Y acaba de comenzar.

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Javier Solórzano Zinser. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón