México vuelve a inundarse. Las lluvias que comenzaron el 6 de octubre provocaron una cadena de desastres en el centro del país: más de 70 personas muertas, otras 70 desaparecidas y más de 100 000 viviendas dañadas en Veracruz, Puebla, Hidalgo y Querétaro.
Se reportan más de 12 000 escuelas afectadas, carreteras destruidas, comunidades aisladas y casi 20 000 hogares que siguen sin electricidad. A pesar del despliegue de más de 12 000 soldados y brigadistas, miles de familias siguen atrapadas entre el lodo y la incertidumbre.
Como suele ocurrir, la respuesta institucional fue visible, pero desigual. La Presidenta Claudia Sheinbaum convirtió la crisis en el tema central de sus conferencias diarias, acompañada por su gabinete de infraestructura, bienestar y energía. En Querétaro y San Luis Potosí la coordinación avanzó con rapidez; en Hidalgo, Veracruz y Puebla, en cambio, la ayuda se retrasó por las condiciones del terreno y la limitada conectividad. Los medios, entre tanto, han documentado una paradoja familiar: hay Estado presente, pero desafíos cada vez mayores.

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Se repite un argumento conocido: se trata de un fenómeno meteorológico “sin precedentes”. La expresión funciona como atenuante, como si la excepcionalidad del evento justificara la magnitud del daño. Pero cuando lo de “sin precedentes” se repite un año sí y el otro también, la frase deja de ser explicación y empieza a ser diagnóstico de un Estado que no ha sabido adaptarse al cambio climático.
En el nuevo siglo, las catástrofes ya no son anomalías. Los modelos climáticos advierten que México será uno de los países más expuestos a fenómenos extremos: lluvias torrenciales, sequías prolongadas, incendios forestales y huracanes más intensos. No es una predicción apocalíptica, sino un riesgo. Y sin embargo, seguimos gestionando el clima con la lógica de la emergencia, no de la prevención.
El país ha invertido más en reparar que en anticipar. Los fondos se activan después del desastre, los mapas de riesgo se actualizan tarde, las alertas se quedan en papel y la planeación territorial continúa subordinada a la inercia política o inmobiliaria. Cada tragedia reactiva el mismo ciclo: sorpresa, indignación, movilización y olvido. Pero la repetición revela un patrón: la vulnerabilidad mexicana no es sólo producto del clima, sino de la administración fragmentada del riesgo.
Lo que falta es articulación política e inversión sostenida. El país cuenta con centros meteorológicos, universidades con experiencia en modelación climática y agencias capaces de generar pronósticos hidrológicos precisos. Pero sin financiamiento, interoperabilidad de datos y liderazgo, todo ese conocimiento termina aislado, como las comunidades a las que las lluvias dejan incomunicadas.
Convertir la gestión del riesgo en política de Estado implica cambiar prioridades. No basta con crear sistemas de alerta; hay que integrarlos con políticas de ordenamiento territorial, gestión hídrica y educación ambiental. La reconstrucción de las 12,000 escuelas afectadas no puede limitarse a reponer techos, sino a rediseñar espacios seguros frente al nuevo entorno climático. La conectividad digital en comunidades rurales no es sólo una meta educativa: es una herramienta vital para emitir alertas y coordinar evacuaciones.
La Presidenta Sheinbaum ha reconocido públicamente la necesidad de fortalecer los sistemas de monitoreo y prevención, y ese reconocimiento es importante. Ahora hay que lograr institucionalizar la previsión. Si el próximo presupuesto asigna recursos estables para el monitoreo climático; si las universidades forman parte del sistema nacional de protección civil; si las obras de infraestructura incluyen evaluaciones de vulnerabilidad hídrica y climática.
El reto no es menor. Adaptarse al clima extremo exige construir un nuevo tipo de Estado: menos reactivo, más científico; menos burocrático, más interconectado. Un Estado que no mida su eficacia por la velocidad con que despliega soldados tras una tormenta, sino por la capacidad de anticipar el impacto de la siguiente.
Porque lo de “sin precedentes” ya no es una sorpresa, sino una tendencia. Y ante una tendencia, la única respuesta sensata es la preparación. De lo contrario, cada lluvia seguirá pareciendo un castigo natural, cuando en realidad es el reflejo de que no hemos aprendido a convivir con nuestro propio futuro climático.

