Las reglas del juego suelen ser determinantes para el resultado de las elecciones. Cada país cuenta con normas que son producto de su desarrollo y cultura democráticas. Sin embargo, si éstas se modifican como producto de imposiciones y no de amplios consensos, suelen poner en entredicho el carácter democrático de una elección. Por ello, es pertinente analizar lo que está ocurriendo en Estados Unidos frente a las elecciones intermedias, a fin de advertir riesgos frente a la inminente reforma electoral mexicana.
En ese país se gesta una serie de cambios que, aunque técnicos en apariencia, podrían alterar de manera profunda la integridad de su sistema electoral. Tres procesos simultáneos amenazan hoy la base misma de la competencia democrática: la manipulación de los distritos electorales, el vacío institucional en la autoridad fiscalizadora federal y la captura ideológica de ciertas oficinas clave.
El primero tiene que ver con la redistritación. En Texas, la legislatura estatal aprobó nuevos mapas electorales que están diseñados para otorgar hasta cinco distritos adicionales al Partido Republicano; en tanto, estados como Florida e Indiana discuten modificaciones con efectos similares. En respuesta, California y Maryland buscan contrapesar mediante rediseños favorables a los demócratas. Los expertos calculan que estas modificaciones podrían alterar la composición de la Cámara de Representantes sin que medie un solo voto adicional. La batalla, en apariencia técnica, encubre un dilema mayor: cuando el mapa sustituye al elector, el voto pierde su fuerza democrática.

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A esta distorsión se suma un hecho casi inédito: la Comisión Federal Electoral (FEC, por sus siglas en inglés), órgano encargado de supervisar el financiamiento de campañas, se encuentra sin quorum (se requieren 4 de 6 integrantes). Tras la renuncia de uno de sus comisionados en abril, el organismo —creado a partir del escándalo de Watergate— quedó imposibilitado para sancionar, investigar o emitir resoluciones. La parálisis de la FEC implica, en la práctica, una zona franca para el dinero electoral en un año decisivo, justo cuando la transparencia debería ser su mayor prioridad.
El tercer factor agrava el panorama: el nombramiento en agencias federales relacionadas con la organización de los procesos electorales de personas que han sostenido
—sin evidencia— que hubo fraude en las elecciones de 2020. Casos como responsable de integridad electoral en el Departamento de Seguridad Nacional, evidencian la infiltración de una narrativa que deslegitima al propio sistema que se busca proteger.
Estos tres hilos —manipulación territorial, parálisis institucional y captura ideológica— dibujan un riesgo convergente: el debilitamiento del principio de igualdad del voto y de la confianza pública en los resultados. Estados Unidos, que ha sido referencia mundial en tradición democrática, enfrenta hoy el desafío de demostrar que su democracia no sólo se mide en urnas, sino en la fortaleza de sus instituciones. México y Estados Unidos comparten muchos retos en común. En democracia, sin embargo, cada país tendrá que defender su integridad electoral.

