A cuatro meses de las elecciones en Colombia y del fin del mandato de Gustavo Petro se enerva la política en ese país suramericano. La detracción del presidente y del proyecto del Pacto Histórico, que siempre fue desmesurada, desde la contienda electoral de 2022, y que llevó a muchos a escamotear su triunfo, a pesar de la legitimidad democrática del proceso, alcanza niveles de verdadera bajeza.
Donald Trump trata a Petro con un lenguaje ajeno a cualquier etiqueta diplomática: “matón”, “mal tipo”, “narcotraficante”. La criminalización en el lenguaje corresponde a una depresión del vínculo bilateral histórico entre Estados Unidos y Colombia, país que por cuatro décadas ha sido considerado por Washington como un aliado, al igual que México.
Ese deterioro de la relación se refleja también en la presión arancelaria, que ahora suma recortes a subsidios y fondos de colaboración para el combate al narcotráfico y la gestión de la seguridad. Y lo más grave: suma ataques a embarcaciones en el Pacífico colombiano, que podrían provenir del territorio de esa república y ser piloteados por ciudadanos colombianos.

Reconocimiento al Ejército
El presidente Petro, con razón, se ha opuesto desde un inicio a los bombardeos con drones de embarcaciones en el Caribe venezolano. La posición de Petro coincide con la de la mayoría de la región, incluyendo a gobiernos del Caribe que no simpatizan con ninguna de las izquierdas, ni con la autoritaria ni con la democrática. Las ejecuciones extrajudiciales de narcotraficantes en esas aguas crean un precedente peligrosísimo para el gran Caribe, que amenaza a todos, sin excepción.
Petro ha demostrado ser un político que actúa erráticamente bajo presión. Su estilo arbitrario y sin filtro en las redes sociales complica las cosas. Sus constantes vaivenes entre moderación y radicalismo lo han llevado a recomponer con frecuencia su gabinete, a rodearse de colaboradores con trayectorias turbias y a dañar a su propia coalición de izquierda.
En los últimos meses y en lo poco que resta a su gobierno esa tendencia parece acentuarse. El presidente, que no reconoció la reelección de Nicolás Maduro en 2024 e intentó, de múltiples formas, acompañar una alianza regional de izquierda que persuadiera a Caracas, diplomáticamente, de que admitiera la invalidez del resultado oficial, se acerca cada vez más a su vecino.
La descalificación del Premio Nobel a María Corina Machado y la simpatía con que a veces alude a un escenario de colaboración militar con Caracas son muestras de esa deriva. Otra muestra, más inquietante aun, es la propuesta de una Asamblea Nacional Constituyente, que ha sido lanzada por su ministro de justicia, Eduardo Montealegre.
En Colombia, el proceso de convocatoria a una constituyente está regulado por la Constitución de 1991. Primero el Congreso tendría que aprobar una consulta popular y ésta, al menos con una tercera parte de los electores, tendría que validarla. Sin embargo, el ministro Montealegre se ha adelantado y ha dicho cómo debería estar compuesto el órgano constituyente, bajo reglas que no coinciden con las leyes electorales de Colombia, lo cual recuerda a la Asamblea Nacional Constituyente de Nicolás Maduro en 2017.
El gobierno de Gustavo Petro concluye en febrero de 2026, el mandatario ha descartado la reelección y su popularidad está por debajo del 30%. Como se ha constatado en su negociación con Estados Unidos, a pesar de los insultos de Trump, para la propia izquierda colombiana, como para la mexicana, la relación con Estados Unidos es irrenunciable.
Si esto es así, cómo interpretar todos estos amagos de radicalización. Una hipótesis, que deberán validar los hechos en los próximos meses, sería que el presidente, que no ha logrado asegurar una sucesión de izquierda dentro de su bloque hegemónico, ha optado por dejar un testimonio de resistencia, capitalizable después de un giro a la derecha.

