Este martes 28 de octubre ocurrió una masacre en Río de Janeiro. En una operación policiaca en el Complexo do Alemão, más de 60 personas fueron asesinadas, además de 81 arrestos y la suspensión de hecho de garantías que afectaron a más de 280 mil residentes. Con el lenguaje bélico típico de Trump, de Bolsonaro y de Bukele, el gobernador de Río, Claudio Castro, se apresuró a describir la situación como una guerra del Estado contra el crimen organizado, en particular contra el Comando Vermelho (Comando Rojo).
Desde luego, cada vez que se decide declarar ese tipo de guerras se hace en barrios pobres (“favelas” se dice para Brasil) o en aguas internacionales, ahora que Estados Unidos destruye lanchas con misiles. No se emplea la misma letalidad en las operaciones en Manhattan o en Ipanema.
La comparación de la política de seguridad de México con esta reciente masacre en Río, con el estado de excepción decretado en El Salvador o con los misiles de Estados Unidos contra presuntos traficantes de drogas en altamar nos sirve para evaluar a cada estrategia nacional en su justa proporción. Aunque se critique la militarización de nuestro país, la creación de la Guardia Nacional en el sexenio de AMLO y las operaciones de inteligencia de García Harfuch en el actual gobierno no buscan representar un espectáculo sangriento y cruel. No son alardes de fuerza bruta. No se trata actualmente en México de satisfacer los impulsos de venganza de sectores racistas de la sociedad contra grupos estigmatizados (afrodescendientes, pandillas juveniles, etc). En cambio, la masacre en el Complexo do Alemão, ya condenada por la ONU, fue un acto para complacer a la extrema derecha brasileña, en vísperas de las elecciones de 2026. Esa derecha bolsonarista, que explica que uno pueda conseguir souvenirs en Río de Janeiro de las golpizas de la policía a los afrobrasileños (al menos, yo conservo un imán para refrigerador con una fotografía laqueada de una redada, que compré sorprendido e indignado, para un futuro museo de la infamia latinoamericana).
Cambiando de tono y no de tema, los habitantes de la Ciudad de México tendremos la oportunidad de sumergirnos en la genialidad del arte afrobrasileño y contagiarnos de la euforia de la samba y de otros ritmos de África en América. Podremos acceder a la alta cultura de los olvidados porque se presenta el 14 de noviembre, en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris, la obra Mercado de 4 puertas de Adolfo Flores Ochoa. Adolfo y Rosalinda Pérez Falconi son quizá los mayores embajadores del arte brasileño en México. La pieza es un todo de danza, canto, teatro y poesía, como sucede el arte en África y Améfrica Ladina. Porque ni en Senegal, ni en Bahía van separadas la literatura y las artes escénicas, son expresiones vivas que se funden orgánicamente.
La vida puede ser eso que pasa mientras exigimos mano dura contra los villanos imaginarios, que para algunos son los jóvenes con tatuajes y, para otros, los marginados de piel negra. Pero no hay nada más estúpido y despreciable que malgastar así la vida. Mejor gozarla con ayuda de los artistas. Si asisten a Mercado de 4 puertas, se van a divertir.