FRENTE AL VÉRTIGO

Atrapados en un bucle

Pedro Sánchez Rodríguez. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón
Pedro Sánchez Rodríguez. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón Foto: Imagen: La Razón de México

Michoacán vuelve a estar en el centro del huracán. La violencia, que parecía haber cedido su protagonismo mediático a otras regiones, ha vuelto a irrumpir con crudeza en Uruapan.

El asesinato de Carlos Manzo —durante la celebración del Día de Muertos y con su familia— es un recordatorio brutal de que el crimen organizado sigue mandando señales de su poder en el lugar en el cual el hoy jefe de la Oficina de la Presidencia, cuando era gobernador de Michoacán, de 2002 a 2008, pidió auxilio del Gobierno federal para contener la violencia del narcotráfico.

Apenas la semana pasada, el secretario de Seguridad federal, Omar García Harfuch, se había reunido con productores de limón que denunciaban extorsiones sistemáticas por parte del crimen organizado. Ese encuentro ya dibujaba un diagnóstico inquietante: las redes criminales siguen operando con una capacidad de control que trasciende a las autoridades locales. Pero el asesinato de Manzo, en el municipio ícono del sector aguacatero, confirma que Michoacán vive bajo una estructura criminal profundamente enraizada, que ni los programas federales ni las mesas de seguridad han logrado desmontar.

No es casual que haya ocurrido en Uruapan. Allí convergen la producción agrícola, las rutas del narcotráfico y la herencia de los grupos de autodefensa que alguna vez intentaron recuperar el territorio a sangre y fuego. Hoy, esas fronteras están difuminadas: las viejas milicias, las bandas y las autoridades se mueven en un equilibrio inestable que convierte a la región en un laboratorio del fracaso del Estado mexicano frente a la violencia del crimen organizado.

El asesinato de Carlos Manzo no sólo es un hecho lamentable; es un mensaje. Recuerda a los granadazos en Morelia de 2008, cuando la violencia se infiltró en la vida civil del país. Una vez más, se ataca una de las festividades más íntimas —un acto público, familiar, comunitario— para recordarnos que seguimos inmersos en una profunda crisis de violencia, de barbarie y de incapacidad del Estado para salvaguardar la seguridad pública.

Más preocupante aún es que, de acuerdo con las autoridades federales, Manzo contaba con protección federal, estatal y municipal. Es decir: no fue un hombre abandonado por las instituciones, sino resguardado por ellas, y aun así cayó. Eso no deja tranquilidad; deja una certeza incómoda: el Estado no lo pudo cuidar. Cuando la violencia alcanza a quien supuestamente está protegido, lo que se erosiona no es sólo la seguridad, sino la idea misma de soberanía institucional.

Pero no sólo es Michoacán. La ineptitud o la irresponsabilidad también se repite en Hermosillo. El fuego volvió a cobrar vidas. Un incendio en una tienda dejó decenas de muertos y heridas abiertas en la memoria colectiva. Algunos hablan de un ajuste de cuentas; otros, de la misma omisión de siempre: la falta de controles de protección civil. En cualquier caso, la tragedia remite a los peores recuerdos de la Guardería ABC. Otra vez Hermosillo arde, otra vez el Estado llega tarde.

Estamos, pues, atrapados en un bucle de precariedad, violencia y tragedia del que no hemos podido salir en dos décadas. Un país donde la historia no avanza: se repite, se quema y se desangra.

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