Durante más de cinco décadas después de la guerra de Yom Kipur de 1973, conflicto que provocó una crisis económica mundial por el alza de los precios del petróleo y que dejó en evidencia para Washington la importancia estratégica de intervenir en la región, y hasta la presidencia de Obama, Estados Unidos fue la fuerza dominante en el Medio Oriente.
Las desastrosas e interminables guerras en Afganistán e Irak, junto con la terrible ola de violencia y migración desatada por las guerras civiles en Siria y Yemen, cambiaron la opinión tanto del público estadounidense como de sus líderes. Obama prometió una política distinta a la de su predecesor Bush: gastar menos en guerras lejanas y retirar las tropas de Afganistán. Aunque no logró este último objetivo, sí inició un proceso de distanciamiento.
El acto más revelador de la nueva política de Washington ocurrió cuando Obama, a pesar de haber establecido explícitamente una “línea roja”, decidió no intervenir militarmente en Siria después de que Assad utilizara armas químicas contra civiles. Este acto dejó claro, no sólo para los países de la región, sino también para otras potencias, que Washington se había retraído. Poco tardó Rusia en llenar el vacío de poder, enviando ayuda militar, recursos y tropas a Assad, quien continuaría masacrando a sus enemigos durante más de una década, hasta su sorpresiva caída.

Acuerdo para levantar bloqueos
A pesar de que Trump profundizó los lazos de Washington con los países del Golfo Pérsico y promovió los Acuerdos de Abraham, y de que Biden fue desde el inicio de su presidencia mucho más asertivo que Obama, no fue hasta el 7 de octubre de 2023 cuando Estados Unidos se vio forzado a regresar de lleno a la región. Primero, el presidente Biden decidió enviar portaaviones, sistemas de defensa y buques de guerra al Medio Oriente para evitar que el conflicto escalara a una guerra total entre Israel, Hezbolá en Líbano e Irán. Después invirtió gran parte de su tiempo y capital político en tratar de encontrar una solución al conflicto en Gaza. Lo mismo hizo el presidente Trump, hasta que el conflicto terminó hace unas semanas.
Sin embargo, la intervención estadounidense de los últimos meses va mucho más allá de su apoyo a la defensa de Israel o de su papel como mediador. Aunque ha pasado algo desapercibido en la prensa internacional, Estados Unidos estableció una nueva base militar en el sur de Israel y está ejerciendo un control casi total sobre lo que sucede en Gaza, asumiendo no sólo el rol de mediador, sino también el de líder en la reconstrucción y en la creación de una nueva estructura de seguridad que pretende sustituir al grupo terrorista Hamas.
En Líbano, es Estados Unidos quien encabeza las negociaciones para que el ejército libanés desarme y sustituya a Hezbolá. Y, claro, cabe recordar que Trump participó directamente en el ataque israelí a Irán, bombardeando el sitio nuclear de Fordo. La caída de Assad marcó el fin de la breve aventura rusa en la región, y pronto Estados Unidos llenaría nuevamente ese vacío de poder, regresando así a la etapa de la dominación estadounidense en el Medio Oriente.

