Este México que se narra es el que corresponde a una nación sin instituciones en donde el Poder Legislativo es una mera Oficialía de Partes y los diputados, cansados ya de aplaudir, solamente levantan las manos. La gran mayoría prefiere asistir a firmar, o, en casos especiales, las actas de sesiones y de acuerdos se las llevan a sus domicilios. El sentido del debate no existe, nadie tiene el valor de subir a la tribuna a cuestionar al Poder Ejecutivo. El Poder Judicial ha quedado marginado en la memoria de los preceptos constitucionales, lo que predomina son los magistrados a modo, gobernadores designados por compadrazgos, leales al poder presidencial y en algunos casos ni siquiera pertenecen a los estados que representan. Por todo el país comienzan a surgir brotes de inconformidad que son reprimidos con violencia y el mismo poder militar se muestra sometido, avasallado por quien se encuentra al frente del Poder Ejecutivo. Los periodistas que se atreven a cuestionar el desempeño arbitrario del gobernante son reprimidos e incluso asesinados y el “pueblo”, esa magnífica y bastardeada palabra que aman replicar los mandatarios, es precisamente una abstracción dentro del discurso barroco del Presidente. Aun cuando su figura tiene una presencia importante ante el mundo, carga sobre los hombros más de 30 años de gobierno en los cuales la brutalidad de sus represiones y de abusos a las clases desprotegidas han causado indignación, nos referimos desde luego a Porfirio Díaz y a la historia de su dictadura. Sólo que en aquella historia había varias ventajas, entre ellas: desarrollo nacional, seguridad y tratados comerciales con otras potencias extranjeras. El Presidente Díaz era un general respetado por Estados Unidos combatió a los franceses y gozaba de un prestigio y una inteligencia sin parangón. Es decir, nuestro representante no sólo era una autoridad moral, sino política y militar.
En este contexto, como lo ha sido en los momentos de graves crisis en nuestro país, surge la prensa con mayúsculas, el periodismo que no concesiona, el auténtico, el real. Surge Enrique y Ricardo Flores Magón, Benjamín Millán, Manuel y Tomás Sarabia, Federico y Gabriel Pérez Fernández, Rosalío Bustamante, Antonio Díaz Soto y Santiago de la Hoz. Ellos escriben y editan El hijo de El Ahuizote, un periódico revolucionario que critica a la dictadura en todos y cada uno de sus abusos. Ha cubierto y evidenciado la masacre de estudiantes de abril de 1901 hecha por Victoriano Huerta en Mochitlán, Guerrero, a causa del Plan de Zapote que desconoció a Porfirio Díaz. Hay mucho que decir, hay mucho que gritarle en la cara al Presidente de la República, es el 5 de febrero de 1903 día en que se celebra el nacimiento de la Constitución Mexicana que en suma, viene a ser el conjunto de los derechos jurídicos, supremos y elementales del hombre, sólo que estos derechos no se respetan porque el poder atropella, arrastra y violenta a los ciudadanos. La idea de protestar de manera contundente da vueltas en la mente de los jóvenes liberales hasta que la revelación llega: una proclama con letras visiblemente grandes y una leyenda “La Constitución ha muerto” afuera de las oficinas de El hijo del Ahuizote y sus promotores, de pie en ambos balcones resguardando a una patria inerte.
Esta reflexión hace falta hacerla de nuevo, los jóvenes de México siguen protestando porque la historia se repite, ahora es una bandera negra que ondea en la plancha del zócalo capitalino, antes fueron los jóvenes de la revolución de 1910 y después de los de la generación de 1968. Estamos por conmemorar la Revolución Mexicana, pero la revolución desde el poder es un contrasentido. Es la revolución la naturaleza de la juventud y el progreso, la obligación de los gobernantes.

