ACORDES INTERNACIONALES

Los archivos de Epstein y la arquitectura de la impunidad

Valeria López Vela. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón
Valeria López Vela. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón Foto: larazondemexico

“Al final, no recordaremos las palabras de nuestros enemigos,sino el silencio de nuestros amigos.”

—Martin Luther King Jr.

La decisión del Congreso estadounidense de liberar los archivos del caso Jeffrey Epstein vuelve a abrir una herida que nunca terminó de cerrar. Lo que está en juego no es un nombre, sino un sistema: un entramado de impunidad, poder y silencios cuidadosamente administrados durante décadas.

Que la liberación de los archivos todavía esté empantanada en una batalla legislativa —primero en la Cámara, después en el Senado y finalmente sujeta a un posible veto presidencial— no es un detalle técnico. Es un recordatorio del ecosistema de complicidades, silencios y omisiones que hizo posible que Epstein actuara durante tantos años con absoluta impunidad. Ningún depredador de este calibre opera solo: necesita instituciones que miren hacia otro lado, funcionarios dispuestos a negociar, aliados que garanticen opacidad e incondicionales dentro de un sistema que valora más la reputación de los suyos que la verdad o la seguridad de las víctimas.

La impunidad de Epstein no fue un accidente: fue una arquitectura cuidadosamente construida para que nada saliera a la luz.

Pero el modelo Epstein no es exclusivo de los grandes depredadores ni de las élites globales. Ese mismo patrón —complicidades, silencios, omisiones y protección mutua— se replica casi idéntico en instituciones mucho más pequeñas: escuelas, oficinas públicas, universidades, iglesias, empresas familiares. En contextos locales también vemos cómo se encubren denuncias, se protegen reputaciones, se “resuelven” casos internamente y se normaliza que el agresor permanezca mientras la víctima es desplazada. La impunidad no necesita fortunas multimillonarias para funcionar: basta con un grupo reducido de personas dispuestas a preservar el orden interno a cualquier costo. Es el mismo guión, con distinto presupuesto.

El nodo ético del momento no consiste en “enterarnos de nombres escandalosos”, sino en comprender cómo funcionan las redes de protección que permiten que un agresor opere a plena luz del día durante años.

A veces, la estrategia es todavía más retorcida: el agresor se presenta como víctima. Invierte el relato, acusa a quien intentó poner límites y moviliza simpatías para blindar su impunidad. La escena es familiar en muchas instituciones: quien irrumpe para intimidarte termina retratándose como vulnerado; quienes presenciaron el abuso eligen callar; y otras voces, cómodamente situadas, reproducen versiones inventadas. Esa inversión del daño —la víctima convertida en sospechosa, el agresor envuelto en un aura de fragilidad— es una de las formas más sutiles y eficaces de la violencia. Ahí es donde la impunidad echa raíces.

Y no fue distinto en el caso Epstein. En más de una ocasión recurrió al mismo mecanismo: alterar la narrativa, declararse ofendido, fingir vulnerabilidad para extender el tiempo de su propia protección. Pero la verdad —lenta, obstinada— siempre termina alcanzándonos.

La liberación de archivos es, sin duda, un gesto importante. Pero no es justicia.

La justicia exige responsabilidades y consecuencias. Liberar los archivos es necesario, pero insuficiente. La verdadera prueba no será lo que sepamos, sino lo que estemos dispuestos a hacer con lo que sepamos.

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