ANTROPOCENO

Arrasar el arrecife

Bernardo Bolaños. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón
Bernardo Bolaños. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón Foto: larazondemexico

Cuentan que al inicio de una estación tibia, un gran yate se acercaba a tierra. Suficientemente aparatoso para que a los pescadores les pareciera una luna metálica caída del cielo, aunque flotante. Los ancianos de las islas solían conversar en las cantinas que barcos tan ostentosos, cuando quieren entrar con toda su masa hasta los recovecos más preciados, desencadenan calamidades. No importa cuántas risas o música traen a bordo, esas embarcaciones proclaman que el mar es un simple decorado para calmar el tedio de pocos, incluso ahí donde se trata de aguas turquesa, peces únicos, tesoros reconocidos por la UNESCO como patrimonio de la humanidad.

Venía pues el yate sonando carcajadas y murmullos de los sirvientes apresurados. De pronto, el capitán del navío sintió un fuerte tirón: una cuerda se había enredado en la hélice. Los motores se apagaron. ¡Para evitar que la nave chocara contra el muelle, el capitán ordenó dejar caer las anclas! ¡Pero lo hizo en aguas donde el mar apenas alcanzaba los diez metros de profundidad, sobre el arrecife, hogar de corales antiguos y de tiburones amables como perros viejos!

Pesadas, las puntiagudas estructuras metálicas frenaron el yate, pero se arrastraron sobre ese paraíso de colores y a cada metro arrancaban grandes trozos de coral vivo. Los buzos de la isla, que andaban acarreando a sus turistas del día, estupefactos alertaron a todas las autoridades imaginables: vigías del ambiente, policía del agua, comisarios de pesca, guardia costera y hasta a inspectores de aduanas que apenas sabían nadar. Pero ya era tarde. Las aguas se habían pintado del color de la arena.

Tras investigar, las autoridades concluyeron que no había sido mala suerte, sino negligencia evitable, es decir, temeridad culposa, descuido e irresponsabilidad inexcusables. Las cartas náuticas estaban claras, los canales marcados, las advertencias repetidas. El yate nunca debió haber fondeado allí, bajo ninguna circunstancia.

Los burócratas del ambiente calcularon el costo de la herida al arrecife: más de medio millón de dólares. El propietario pareció aceptar, pagó una fracción y regresó a México, no sin antes prometer que ayudaría a la isla, promovería el turismo y ayudaría a la conservación de la selva.

Pero, con el tiempo, murmullos de oficinistas y editoriales en los diarios locales afirman que recibió un trato blando, que con negociaciones se redujo su multa. “Las embajadas deben defender a sus ciudadanos —dijo un experto—, pero no buscar que las leyes internas de los pequeños países los traten con ventaja”.

A fuerza de encallamientos de ese tipo, los costeños opinan que la impunidad es parecida a los huracanes, porque no mira quién queda bajo sus vientos. Piensan que quienes detentan poder o dinero no necesariamente están condenados a doblar las leyes a su favor; pero los que son capaces de herir un arrecife sin pudor suelen llevar dentro la vocación de explotar a los suyos, de engañar a quienes los apoyan, de esquivar obligaciones y maquinar trampas contra sus rivales, de amordazar a quienes cuestionan y de tratar, incluso, de agitar multitudes para desafiar presidentes.

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