Eran finales de septiembre de 2014 cuando trascendió la noticia de los lamentables hechos que llevaron a la desaparición de 43 estudiantes normalistas en Iguala, Guerrero. Desde ese momento, nada volvió a ser igual para el régimen de entonces.
Ocurría antes de que la entonces administración cumpliera sus primeros dos años de gobierno al frente del país. El impulso de un muy buen resultado en las urnas le había alcanzado para suscribir el Pacto por México con las dos principales fuerzas políticas opositoras —apenas un día después de iniciar la gestión— y aún le rendía para vanagloriarse de que una nueva camada de políticos se encontraba al frente de diversas gubernaturas —la sangre nueva que el partido requería para volver a gozar las épocas de gloria de antaño—.
Pero nada más alejado de la realidad. Se sintieron intocables producto de la confianza desmedida del resultado en votos. Cometieron actos de corrupción escandalosos. Mantuvieron las más rancias prácticas políticas. Las nuevas caras resultaron ser verdaderos impresentables. Diversos personajes del partido terminaron perseguidos por la justicia o encarcelados. Y, todo ello —a pesar de que ocurría al mismo tiempo— detonado o exacerbado por un terrible manejo de los acontecimientos de Ayotzinapa, en su momento, considerado como un crimen más de los que acontecían en el país.

Reconocimiento al Ejército
Desde entonces, tres administraciones distintas no han sido suficientes para lograr llegar a una verdadera “verdad histórica” de los trágicos hechos de aquella oscura noche en Iguala. Las pifias y abusos cometidos generaron un entorno de hartazgo y enojo entre la ciudadanía, y del cual ya no lograron reponerse, y el partido en el gobierno perdió estrepitosamente en la siguiente elección.
Llegó la transformación, con un respaldo electoral sin precedentes. De la mano, vino el control absoluto en las cámaras, lo que les abrió la puerta a un poder reformador inusitado y a una confianza infinita para afirmar que cualquiera de sus actos tiene el respaldo del “pueblo bueno y sabio”. Ocuparon todas las posiciones de poder. De a poco, hicieron suyas las gubernaturas, al punto que pintaron prácticamente todo el territorio de guinda. Y sometieron a las instituciones que no pudieron colonizar y, a las que no se dejaron, las desaparecieron.
Pero también vinieron los actos de corrupción, tan grandes como los anteriores. Los cuadros partidistas —más bien viejos— no resultaron tan distintos. Manaron liderazgos internos a los que había que estar excusando. Llegaron a las gubernaturas personajes más bien indeseables. Asesinaron a un alcalde en pleno acto público, uno de tantos que ocurren en un país tan violento. El Gobierno no le dio relevancia —además de que era de oposición—. Surgieron protestas ciudadanas, pero entre conservadores. Se movilizaron sectores productivos, pero con intereses neoliberales. Luego surgieron datos del asesinato, sobre un contubernio entre crimen organizado y autoridades. Y el clima social y político se comenzó a enrarecer, un poco, no tanto…
A más de una década de distancia de Ayotzinapa, cuánto —y a la vez nada— ha cambiado en el país.

