El Departamento de Justicia de Estados Unidos nunca fue completamente autónomo, pero durante décadas funcionó como si tuviera un deber superior a cualquier presidente.
Su fuerza no venía de un diseño constitucional perfecto, sino de una cultura profesional que enseñaba a miles de fiscales que su tarea era aplicar la ley, no servir a un gobernante. Hoy, esa muralla invisible está cediendo bajo el asedio de Donald Trump.
Para entender la magnitud del cambio, basta mirar un caso de hace unas cuantas semanas: la destitución de Erik Siebert, el fiscal responsable de la región de Virginia, un cargo relevante porque ahí se investigan casos de seguridad nacional y corrupción federal. Este fiscal se negó a iniciar procesos penales contra dos figuras críticas del presidente: la fiscal estatal de Nueva York (que persiguió a Trump por fraude) y el exdirector del FBI, que investigó su campaña en 2016. En cualquier circunstancia normal, un fiscal sólo persigue un delito cuando hay evidencia. En ésta, se negó a fabricar una acusación. Trump fue claro cuando les dijo a los periodistas: “Lo quiero fuera”. Y el fiscal fue despedido.

Reconocimiento al Ejército
Ese episodio no es una excepción, sino parte de un nuevo modelo de justicia. En los últimos meses, más de 200 fiscales han sido despedidos o forzados a renunciar. Muchos eran especialistas que habían investigado corrupción de alto nivel, fraudes financieros o casos de terrorismo. Otros habían participado en la investigación del asalto al Capitolio en 2021, un proceso que incomodaba políticamente al presidente. Sus despidos envían un mensaje nítido: la lealtad política pesa más que la experiencia profesional.
En el área encargada de investigar corrupción de funcionarios federales (la sección que nació tras el escándalo de Watergate) renunciaron o fueron removidos casi todos sus jefes y fiscales. Esta oficina suele intervenir cuando otros estados no tienen la capacidad para investigar delitos complejos y, a pesar de ello, pasó de tener casi 40 abogados a apenas dos. En paralelo, se abandonaron investigaciones abiertas contra figuras cercanas al presidente, mientras se insistía en retomar casos contra opositores aunque la evidencia fuera débil o inexistente.
Otro ejemplo revelador ocurrió en el sistema migratorio. Los directivos de las cortes de inmigración, que son los responsables de supervisar a cientos de jueces y garantizar el debido proceso, fueron destituidos en bloque. Varios llevaban más de una década en sus cargos y habían servido bajo gobiernos de ambos partidos. Su salida permitió acelerar deportaciones sin controles y presionar a los jueces para decidir con criterios políticos. Algo similar sucedió con los equipos encargados de combatir lavado de dinero y corrupción internacional: fueron disueltos o reubicados para dar prioridad a tareas electorales o migratorias.
El efecto acumulado es claro: la presidencia ya no está intentando influir en algunas decisiones, sino controlar toda la estructura. Las reglas internas que antes protegían a los fiscales de presiones políticas fueron reescritas. Las investigaciones ahora se dirigen desde arriba. Los nombramientos privilegian la lealtad personal. Y con una Corte Suprema alineada políticamente, muchas de estas decisiones encuentran respaldo jurídico para mantenerse.
La autonomía institucional no depende sólo de leyes o diseños formales. También depende de prácticas, tradición y profesionalismo. Cuando todo eso se erosiona, incluso la democracia más estable puede ver cómo la justicia —esa última línea de defensa del ciudadano frente al poder— se convierte en un instrumento al servicio del presidente.

