ACORDES INTERNACIONALES

María Corina Machado: El precio de decir la verdad

Valeria López Vela. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón
Valeria López Vela. *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón Foto: larazondemexico

El Nobel de la Paz suele despertar incomodidades. A veces porque premia demasiado pronto —Aung San Suu Kyi antes de que el poder la transformara—; a veces porque reconoce a quienes no pueden recibirlo —Liu Xiaobo murió en custodia sin poder salir de China—; y otras porque exhibe a los gobiernos que preferirían no ser vistos —como ocurrió con Shirin Ebadi en Irán.

Sin embargo, el Comité Nobel, con todos sus errores, conserva una intuición: la paz no es ausencia de conflicto, sino la resistencia moral frente a sistemas que buscan sofocarlo todo.

En esa tradición se inscribe el reconocimiento a María Corina Machado. Su Nobel no llega tras una transición democrática, ni después de una victoria electoral, ni tampoco por un acuerdo de paz. Llega en medio del apagón institucional venezolano: con su candidatura cancelada, su movimiento perseguido y buena parte de su equipo político amenazado, encarcelado o exiliado. Es un Nobel que, como el de Liu Xiaobo, denuncia más de lo que celebra.

Machado no irrumpió de improviso. Desde los años de Súmate insistió en algo tan básico que, paradójicamente, se volvió subversivo: el derecho a elecciones limpias. Por esa demanda elemental —la piedra angular de cualquier democracia— fue acusada de conspiración, inhabilitada y vigilada. Lo que hoy se premia no es una postura ideológica, sino la coherencia entre diagnóstico y acción.

Además, ser mujer en un sistema tan militarizado también agrava el costo. La política venezolana, moldeada por códigos hipermasculinos, ha reaccionado ante Machado como reaccionan los autoritarismos ante las mujeres que no piden permiso: con insultos, miseria simbólica y una exigencia constante de “moderación”. Una figura masculina con su claridad habría sido descrita como firme; a ella se le reprocha “rigidez”. El Nobel, sin decirlo, expone esa doble vara.

Pero el premio señala algo más amplio: la incapacidad de la región para nombrar el autoritarismo venezolano. Durante años, América Latina se acostumbró a un vocabulario que gastó la palabra “soberanía” para justificar silencios y relativizar abusos. El Nobel descoloca ese lenguaje cómodo: pone nombre a la represión, a la manipulación electoral y a la violencia de Estado.

No todos simpatizan con el programa económico o el estilo político de Machado. Pero incluso sus críticos reconocen un rasgo poco común: la obstinación moral. Esa convicción de que la verdad debe decirse aunque duela, aunque cueste, aunque no rinda. Su liderazgo recuerda que en política la palabra también es acción y que hablar con claridad en tiempos de miedo es un bien público.

El Nobel no derribará al régimen venezolano ni traerá de vuelta a la diáspora. Pero altera el campo narrativo: devuelve esperanza, devuelve atención internacional y devuelve, sobre todo, la posibilidad de imaginar otra Venezuela. No es un premio a la victoria, sino a la resistencia que ha sabido no corromperse. A quienes, como Liu Xiaobo en su celda o como Ebadi en su exilio, sostienen que la libertad comienza por no acostumbrarse y se niegan a normalizar la degradación moral del autoritarismo.

Un Nobel incómodo, sí. Pero en América Latina, quizá los incómodos son los que todavía cuentan la verdad.

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