El atentado terrorista contra una celebración judía de Janucá en Australia no fue un “incidente” ni una explosión azarosa de violencia. Fue un acto deliberado de terrorismo antisemita.
Entre las víctimas hay dos que condensan, de forma brutal, lo que está en juego: la más pequeña, una niña de 10 años; el mayor, un hombre de 78 años, sobreviviente del Holocausto. La violencia no distinguió edad ni historia: atacó a civiles por su identidad.
Este hecho no surge espontáneamente. No fue caprichoso ni un exabrupto delirante. Durante los últimos dos años, Australia ha registrado un aumento sostenido y documentado de incidentes antisemitas: amenazas, vandalismo, hostigamiento en espacios públicos y universitarios. El atentado marca un salto cualitativo definitivo: del acoso y la normalización del odio a la violencia letal organizada. El terrorismo no aparece de golpe; es el punto extremo de un clima previo que lo vuelve imaginable y, finalmente, posible.

Mal momento para bloquear
Tras el ataque, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, habló de una alerta máxima a nivel global frente al terrorismo antisemita. Hay, además, un dato que no puede ignorarse: el gobierno israelí había advertido previamente al gobierno australiano sobre el incremento de los incidentes antisemitas y sobre el riesgo real de que esa escalada derivara en atentados terroristas. La advertencia no fue una profecía, sino la lectura de un patrón conocido que no fue atendido a tiempo por las autoridades australianas.
Aquí conviene recordar una idea clásica de Karl Popper: la paradoja de la tolerancia. Una sociedad abierta —decía Popper— debe ser tolerante con todos, excepto con los intolerantes. Cuando la intolerancia se tolera en nombre del pluralismo, termina por destruirlo. No se trata de censurar la crítica política ni el disenso legítimo, sino de reconocer que la incitación al odio y la deshumanización no son opiniones más, sino amenazas directas al orden democrático.
La distinción es fundamental. Criticar con razones es deseable y sano para la vida democrática; el odio sin razones, no. Cuestionar las acciones del gobierno israelí es legítimo; convertir a judíos en blancos por lo que ocurre en Medio Oriente es antisemitismo. La crítica política se dirige a decisiones y autoridades; el odio identitario apunta a personas. La responsabilización colectiva es una de las formas más antiguas y peligrosas del prejuicio.
Universidades, medios y autoridades funcionan como termómetros sociales. Cuando en ellos se relativiza el odio o se mira hacia otro lado, la violencia deja de ser impensable. Lo digo también desde la experiencia personal: en mi propia universidad se cancelaron convenios de colaboración con universidades israelíes y, recientemente, aparecieron calcomanías con esvásticas y consignas ofensivas contra judíos. Conviene ser cuidadosos: no todo discurso intolerante termina en un atentado, pero todo atentado estuvo precedido por un clima que lo hizo posible.
La libertad de expresión no protege la incitación al odio ni la justificación de la violencia. Cuando el antisemitismo se normaliza, no sólo está en riesgo la comunidad judía: está en riesgo la democracia misma. Ignorar esa alarma nunca ha salido gratis

