Durante décadas, la política exterior de Estados Unidos se explicó a sí misma como una competencia global: ideológica en la Guerra Fría, estratégica tras el 11 de septiembre, tecnológica y militar frente a China en los últimos años.
La Estrategia de Seguridad Nacional de 2025, presentada hace unas semanas, sugiere otra cosa. No un mundo de rivalidades cruzadas, sino uno fragmentado en regiones donde cada potencia reclama un margen de maniobra casi exclusivo. No es un detalle técnico. Es un cambio de época.
En el primer mandato de Donald Trump, la retórica fue caótica pero expansiva: China, Rusia, Irán, Corea del Norte y hasta la OTAN, en su falta de inversión militar, aparecían como amenazas simultáneas para Estados Unidos, lo cual se reflejaba en la versión de ese documento correspondiente al primer mandato trumpista. En la estrategia actual, en cambio, hay silencios que pesan más que las menciones. Rusia prácticamente desaparece como adversario estratégico; la guerra cibernética con China se diluye; Irán y Corea del Norte dejan de ocupar un lugar central. El foco se estrecha. El mundo, parece decir Washington, ya no es un tablero único.

Fecha para el tren
La competencia entre superpotencias ya no se concibe como una pugna frontal, sino como una coexistencia tensa basada en zonas de influencia. Cada quien en su región. Cada quien con sus reglas. Una lógica que recuerda menos al liberalismo de la posguerra que a un realismo crudo, casi decimonónico, donde la fuerza y la proximidad importan más que los principios universales
Leído así, el mensaje es inquietante. Si Rusia puede invadir Ucrania y presionar a sus vecinos sin enfrentar una respuesta decisiva, ¿por qué Estados Unidos no habría de endurecer su trato con Venezuela, Panamá o incluso México? No como anomalías, sino como parte de una normalidad emergente. América Latina reaparece no como socio, sino como espacio estratégico propio, un “patio trasero” actualizado para el siglo XXI.
Aquí conviene hacer una distinción clave. No es lo mismo criticar la expansión global de China que rechazar su presencia en América Latina simplemente porque “no le corresponde”. En el primer caso hay un debate sobre poder, normas y equilibrios. En el segundo, lo que asoma es una reedición de la vieja doctrina Monroe: no tanto impedir el crecimiento de otros o pedir el cumplimiento de reglas y principios internacionales, sino defender un derecho exclusivo sobre una región. El problema no es China; el problema es quién manda aquí.
Este giro tiene consecuencias que van más allá del continente. Si el mundo se organiza por esferas, la promesa implícita de apoyo a aliados lejanos se vuelve frágil. Taiwán es el ejemplo más evidente. Desde hace años, su defensa descansa más en una creencia de que Estados Unidos los defenderá y no en compromisos explícitos. En un orden regionalizado, esa ambigüedad deja de ser estratégica y se vuelve peligrosa. Lo mismo sucede con los países europeos, que parecen ahora dejados a la deriva frente a un antiguo socio que hoy ya no se siente corresponsable de su seguridad.
Los documentos oficiales no anuncian revoluciones, las normalizan. La estrategia de 2025 no inaugura el desorden, pero lo asume. Las crisis de Medio Oriente ya habían erosionado el orden de posguerra; hoy, ese andamiaje parece ceder definitivamente. Entramos en un mundo donde las potencias regionales imponen reglas y la fuerza vuelve a ser argumento. Para países como México, entenderlo a tiempo no es paranoia. Es supervivencia

