Cuando las naciones se suicidan

Cuando las naciones se suicidan
Por:
  • armando_chaguaceda

Para Lynn

Desde niños, los humanos no nos pertenecemos. Somos parte de una familia, un barrio, un pueblo. De ahí provienen, en buena medida, las costumbres, las memorias y los futuros soñados. Y aunque la modernidad nos diga que podemos devenir y habitar lo que queramos, una herencia pesa. La de compartir, con gente afín, lazos étnicos, históricos, lingüísticos, territoriales y culturales. La de formar una nación.

Pensar en la nación es recurrente hoy, cuando en tantos sitios las personas parecen abocadas a decisiones radicales, que cambiarán el curso de su vida y complicarán las opciones de sus descendientes. Porque lo malo que nos sucede como especie no es siempre el fruto de imposiciones perversas, de cúpulas que secuestran nuestra agencia, de procesos que escapan de nuestra comprensión mediana. No todo es, como el Cambio Climático o las tiranías clásicas, fenómenos ajenos al voto que dimos, a la decisión que tomamos. El Brexit y Trump, por sólo mencionar dos ejemplos concretos y recientes, nos recuerdan que a veces la gente, aunque sea por pequeño margen, decide mal. Que las naciones también se suicidan.

Lo que Ece Temelkuran describe en su libro (Cómo perder un país. Los siete pasos de la democracia a la dictadura, Anagrama, 2019) es la ruta de una nación que, parcialmente, se suicidó. Al elegir al caudillo Tarik Erdogán, nos dice la periodista turca, un amplio segmento de sus connacionales echó a andar la maquinaria de la deriva autocrática. Sumarse a un movimiento fanatizado, abonar a la posverdad, deshumanizar al oponente, naturalizar el despotismo impuesto desde el poder. Todos fueron pasos que una importante mayoría de los otomanos abrazó con fervor redentor. Y que hoy cuesta revertir. Nutriendo mazmorras y exilios. Desmontando la república.

Cuando esta generación parece ser la primera que —al menos en Occidente— no porta la esperanza de vivir mejor que sus padres; cuando tantos amigos rehacen sus vidas huyendo de gobiernos y políticas que no eligieron, el pesimismo se refuerza. Si esas personas, además, hicieron como ciudadanos lo que estuvo en sus manos por convencer al pariente y al vecino de lo erróneo de tal o más cual decisión, poco importa ya. Lo irónico es que, a veces, el familiar o el compadre acaban arrepentidos, al poco tiempo, de su elección. Cuando es tarde. Como aquellos alemanes adentrados en los 40´s, como ciertos rusos en los albores del bolchevismo, como esos argentinos y chilenos que aplaudieron, en nombre del orden, la salvajada militar. Como tanta gente, en tantas partes, que eligen egócratas y carnavales como supuesta solución a sus anhelos…

Si a esa cosa llamada nación podamos reconocerle cierta conciencia colectiva —nunca definitiva ni totalizante— es preciso asumir la posibilidad de su parcial fracaso. Asumirla no desde la superioridad de un individuo que juzga; acaso desde la desesperación de una persona que sobrevive y testimonia. Que asume su frágil suerte. Pero el fracaso porta, en su seno, la opción de recuperación. Nada es eterno. Y, a veces, la historia nos da, generosa, otra oportunidad.