Subversión y complicidad

Subversión y complicidad
Por:
  • armando_chaguaceda

La marcha en el Este no será. Han apresado a los participantes —decía un agitador en Berlín Oeste. “¿Como es posible? Acaso Honecker no es nuestro aliado?”—, terciaba otra activista. El diálogo, enmarcado en las protestas contra la instalación de misiles nucleares, reflejadas por la teleserie Alemania 83, capta un cuadro típico de la Guerra Fría. La colusión —inadvertida para incautos— entre aquellos movimientos sociales que usaban la democracia para corregir visiones y decisiones gubernamentales y los aparatos de propaganda y espionaje que buscaban destruir ambos —el orden democrático y la política afín— desde dentro.

Por décadas, los servicios secretos de Moscú y sus aliados utilizaron agentes dentro  del pacifismo eurooccidental, de los derechos civiles estadounidenses o del cristianismo progresista latinoamericano para ocultar globalmente su represión e impulsar sus agendas autoritarias. A diferencia de las estrategias de Occidente —donde se conflictuaban halcones promotores de tiranos derechistas y demócratas que apoyaban a las oposiciones a esas mismas dictaduras—, los socialismos reales siempre apostaron, con los matices de época y caso, a utilizar las oportunidades abiertas por sus competidores poliárquicos para debilitarlos desde dentro.

Semejante patrón ha sobrevivido hasta el presente —aunque diversificado ideológicamente—, mostrando nueva colusión entre movimientos intrademocráticos y tiranías exógenas. En España, Podemos impulsa una audaz agenda feminista, mientras sus dirigentes reciben tribuna y dinero del régimen —estructuralmente misógino— de los ayatolás iraníes. Activistas LGBT, ecologistas y pacifistas del hemisferio occidental peregrinan embelesados a La Habana y Caracas, mientras sus pares locales son criminalizados por denunciar la falta de derechos, el militarismo y daño ambiental de ambos Estados. La derecha nacionalista de Europa y EU, al tiempo que vocifera su chovinismo racista, se postra ante Vladimir Putin y su proyecto desestabilizador. En todos los casos hay razón (autoritaria) de Estado detrás de esas redes de coordinación y acción políticas.

Los agitadores y pensadores totalitarios eran brutalmente honestos: apoyaban tiranías y justificaban —en nombre de la clase y la raza— los crímenes de Estado. Sus sustitutos —formados y laborando en instituciones democráticas— son una versión escurridiza del viejo intelectual filotiránico y del revolucionario profesional. Captan a masas de jóvenes cuyo horizonte vital es el de nuestras imperfectas democracias, disfrazando sus programas antiliberales —de izquierda y derecha— como expansión de la democracia, consagración de la justicia y recuperación de la memoria. Armados de panfletos de T. Negri y C. Schmitt —o de epígonos mediocres de factura nuestroamericana o nativista— susurran al oído de comunicadores, políticos y activistas sus agendas de fragmentación y su odio a las repúblicas liberales de masas y las sociedades abiertas que las cobijan.

Frente a ellos, los demócratas revelamos cada día una incapacidad vergonzante para identificar y contener —mientras aún existe la oportunidad de hacerlo— a nuestros pares caníbales. No podemos cerrar el espacio a la acción y crítica ciudadanas, pero sí debemos demostrar —y convencer— que no es posible impulsar en casa agendas emancipatorias si nuestros aliados, allí donde gobiernan, oprimen la libertad de sus propios pueblos. Comprender que nuestros derechos nunca podrán defenderse haciendo causa común con despotismos ajenos. Y que, dentro de nuestras sociedades, daremos la guerra a quienes buscan confundir la normal insatisfacción democrática con la espuria subversión autoritaria.

Hace 75 años, K. Popper reclamaba “en nombre de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes”. A lo que A. Camus añadía: “la tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios, sino sobre las faltas de los demócratas”. Conviene tener presente ambas sentencias, ante la magnitud existencial de nuestra lucha actual.