La Carta Interamericana y la Hubris autoritaria

DISTOPÍA CRIOLLA

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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A 20 años de aprobada la Carta Interamericana, el panorama latinoamericano luce en las antípodas de 2001. El viejo optimismo del consenso democrático naufraga, víctima del avance de derechas e izquierdas radicales. La ausencia de mecanismos efectivos sancionatorios de los gobiernos violadores de Derechos Humanos torna los principios de la Carta poco menos que en letra muerta. La geopolítica e ideología schmittianas se imponen —como a lo largo del siglo pasado— sobre la sociedad abierta y la convivencia republicana.

Tres tipos de amenazas penden hoy sobre la maltrecha democracia latinoamericana. A veces estos peligros se mezclan o solapan, generando espirales perversas. La primera amenaza, erosiva, se manifiesta mediante procesos endógenos —oligarquización, corrupción, desafección— al interior de sociedades y regímenes aún democráticos. La pandemia ha venido a añadir el efecto combinado de la doble crisis —económica y sanitaria—, que tensiona las capacidades estatales e incrementan la pobreza y desigualdad endémicas. Como resultado, mucha gente confunde el mal desempeño institucional con un problema ontológico de la democracia misma. Revisar estudios de think tanks como IDEA, Latinobarómetro o V-Dem arroja luz sobre esta situación erosiva.

La segunda amenaza, tensionante, va de la mano del intento populista —de diverso signo ideológico— por torcer las fronteras del Estado de derecho. Las últimas movidas de Bukele o Bolsonaro apuntan a desestabilizar de modo violento, bajo discursos religiosos, conservadores y mesiánicos, el andamiaje del equilibrio de poderes que sustenta el orden democrático. Contando, de modo cesarista, con cierto aval popular a tales movidas. La retórica plebiscitaria de AMLO y sus enemigos radicales, así como la polarización discursiva argentina, apuntan al mismo escenario de tensiones. Situado en el borde de la democracia.

La tercera amenaza, supresiva, es existencial. La imponen poderes que vulneran los más básicos elementos de la convivencia humana y del derecho a tener derechos, incluido a la vida. Aparece cuando bandas criminales —más o menos organizadas— se adueñan de franjas del territorio nacional, flujos financieros y migratorios. También cuando los regímenes autoritarios sustituyen (Rancière dixit) la política por la policía.

A dos meses de las protestas del 11 de julio, Cuba tiene un récord de procesados por causas políticas: 1,002 según Cubalex. De éstos, 505 permanecen en cárceles y 416 fueron excarcelados con multas o prisión domiciliaria. Hay 15 menores de 18 años; muchos sin acceso a visitas de familiares. En Nicaragua, el Mecanismo para Reconocimiento de Presas y Presos Políticos identifica más de 155 presos; incluidos los capturados en la última razia contra líderes y candidatos opositores. Éstos han permanecido semanas sin ver a abogados o familiares, incomunicados y con poco acceso a espacio abierto. En Venezuela, el Foro Penal identifica 262 presos —incluidas mujeres, personas con enfermedades graves y reos apresados en condiciones de virtual secuestro—.

La hubris despótica sigue un guion común. En los tres países, a los detenidos se les acusa de desorden público, conspiración con potencias extranjeras o instigación a delinquir. Se mantienen vetos al acompañamiento de organizaciones no gubernamentales o la documentación de la situación por entidades del sistema de Naciones Unidas. Comportamiento que viola flagrantemente cualquier estandard internacional en la materia.

Con esta actitud, los regímenes autoritarios violan su propia legalidad. La Constitución cubana (2019) plantea (Art. 56) que “los derechos de reunión, manifestación y asociación, con fines lícitos y pacíficos, se reconocen por el Estado siempre que se ejerzan con respeto al orden público y el acatamiento a las preceptivas establecidas en la ley”. La sandinista (1987) reconoce (Art. 54) “el derecho de concentración, manifestación y movilización pública de conformidad con la ley”. La bolivariana de 1999 ampara (Art. 68) el “derecho a manifestar, pacíficamente y sin armas, sin otros requisitos que los que establezca la ley”.

Pese a tan adverso panorama, en toda la región, la ciudadanía busca formas creativas de defender sus espacios y derechos, por frágiles que sean. Las personas toman conciencia de la crisis que les asedia; pero insisten en ejercer dignamente su condición humana. No se trata de una inmolación romántica, sino de asumir cabalmente la complejidad y contingencia del mundo. A fin de cuentas, como decía Scott Fitzgerald, “uno debiera ser capaz de ver que las cosas son irremediables y, sin embargo, estar decidido a cambiarlas”. En ello, decía, radica la prueba de una alta inteligencia humana.