Cuando el Poder silencia a la Palabra

DISTOPÍA CRIOLLA

*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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Las escuelas y los medios de comunicación constituyen vehículos fundamentales para la cultura democrática. Unas y otros devienen escuela de ciudadanía, donde la gente aprende a convivir con ideas diferentes a las suyas y ejercita el pensamiento crítico. En aulas y planas podemos, si se vive dentro de un orden democrático, constatar las mentiras del poder y forjar criterios alternativos. Por ello, universidades y diarios constituyen objetivos predilectos de quienes aspiran, con independencia de su ideología y legitimidad, a concentrar en pocas manos el poder de una nación.

Tres rutas principales se abren en la neutralización de pensadores, claustros y planas insumisos al discurso oficial. Éstas adquieren matices en distintos lugares, al sazón de la política doméstica. Pero se replican, una y otra vez, en todos los rincones del orbe. A veces operan de forma pura; en otras ocasiones actúan mezcladas.

La supresión irrumpe cuando procesos y grupos políticos radicales eliminan cualquier posibilidad de difundir pensamientos distintos al dominante. La toma estatal de universidades y periódicos, unida a la abolición del derecho mismo a una educación y prensa autónomas del poder, es la marca supresiva del despotismo. Los regímenes autocráticos —comunistas, fascistas y dictaduras militares periféricas, entre otros— eliminaron cualquier forma de educación y comunicación autónomas. Una aniquilación sustentada por una ideología oficial totalizante.

La erosión se revela, sinuosa pero dañina, en gobiernos populistas de disímil signo ideológico, con tendencias incompletamente autoritarias. Sin atreverse a eliminar de jure toda forma de prensa o enseñanza ajena a la estatal, la estrategia consiste aquí en arrinconar de facto a los críticos. Orillándolos a la ruina financiera, el escarnio público y la pérdida de sus espacios de expresión. Con la venia de empresarios y directores afines —por ideología o negocios— al poder tutelar, la ola erosiva va arruinando hoy a un medio acá, mañana a un instituto allá. Amparada en una mentalidad hegemónica, que no busca imponer un pensamiento único, pero sí instalar una conformidad masiva.

La demolición es la forma menos reconocible pero acaso sea, por su naturaleza, la más perversa. No necesita el Estado ocupar el edificio del periódico. Tampoco invadir con botas el campus de la universidad. Los demoledores, del mismo modo que operan sus pares de la ingeniería civil, destruyen desde dentro los cimientos mismos de la prensa y educación libres. En el seno de sociedades abiertas, los demoledores son esos intelectuales caníbales que por miedo, lucro o fanatismo, asesinan las condiciones mismas del pensamiento y sociedad modernas. Con la imposición de ideologías mesiánicas y activismos histéricos, su demolición corroe los pilares de un debate informado, de una indagación ajena a dogmas seculares.

Supresión, erosión y demolición confluyen hoy, a veces en un mismo punto de la cartografía social y global, con su amenaza a la libertad de expresión e investigación. Pilares, junto a los derechos a organización y manifestación, del espacio cívico. En la ocasión en que culmino, con esta columna, un lustro de fructífera colaboración con La Razón, quiero despedirme de mi familia lectora con el exhorto a defender, en comunión y en solitario, las bases epistémicas de nuestra convivencia democrática. Pues en su ausencia, al decir de una pensadora y activista ejemplar, se torna “imposible pensar en un gobierno de las amplias masas sin una prensa libre y sin trabas, sin el derecho ilimitado de asociación y reunión”1.

1 Rosa Luxemburgo, La Revolución Rusa, 1918.