Eduardo Nateras

Un pato pekinés carísimo

CONTRAQUERENCIA

Eduardo Nateras *Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
Eduardo Nateras 
*Esta columna expresa el punto de vista de su autor, no necesariamente de La Razón.
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A Marina, por la férrea batalla librada;  ahora, mi ejemplo de entereza y valentía. A Sofía y Denise, por acompañar este largo proceso; todo mi amor y cariño.

La extradición de Emilio Lozoya, a mediados del año pasado, generó la enorme expectativa de que sus revelaciones pondrían en evidencia diversos actos de corrupción, cometidos por colaboradores del más alto nivel durante la anterior administración.

La detención en España, algunos meses antes, del que fuera el director de Pemex en el sexenio peñista —por el caso de corrupción de la multinacional brasileña Odebrecht—, encendió varias alarmas, por tratarse de uno de los colaboradores más cercanos del entonces presidente.

Además, su detención se sumaba a la de Rosario Robles —presa desde agosto de 2019—, lo que prefiguraba que la actual administración iba muy en serio en su embate en contra de la corrupción, una de las principales banderas de campaña y de lo que va de la gestión de López Obrador.

Tras algunos meses detenido en España y órdenes de aprehensión giradas también en contra de su madre, esposa y hermana, Lozoya accedió a un acuerdo de extradición voluntaria, que —sin que fuera del dominio público en ese entonces— le otorgaría atractivos beneficios, a cambio de colaborar con las investigaciones de las autoridades mexicanas y entregar pruebas contundentes que permitieran la detención de otros exfuncionarios.

Sin embargo, los meses pasaron sin mayores avances en las investigaciones, el caso perdió relevancia y de a poco se enfrió, mientras se supo que, desde un inicio, el acuerdo alcanzado entre la defensa de Lozoya y la Fiscalía General de la República, eximía al exfuncionario de pisar la cárcel. Así, casi a la par de que a Rosario Robles le era ratificada la prisión preventiva por riesgo de fuga elevado, Emilio Lozoya era captado gustoso y sin reparos, departiendo un exótico platillo asiático en un suntuoso restaurante.

Lo que no pasó por la mente de Lozoya, fue que el pato pekinés, degustado aquel día, habría de salirle muy caro. Y no únicamente en términos de la cuenta del restaurante, sino en función de las determinaciones del proceso penal vigente en su contra. Más poder tuvo un bien condimentado pato pekinés, que meses de prórrogas, investigaciones sin fondo y pruebas que conducían a personajes sin relevancia, para que la Fiscalía determinara que —ahora sí, y no antes—, existían elementos para determinar que Lozoya podría tener más antojos y en lugares más remotos, por lo que, finalmente, le fue dictada presión preventiva.

Para el caso, la culpa no fue de Lozoya, quien, al saberse casi impune, no tuvo reparos en dejarse ver de manera pública en un buen banquete, sino de las autoridades encargadas del caso, que fueron tan permisivas y se conformaron con tan poco a cambio, que dieron las señales suficientes para que el principal colaborador en el caso se diera esas libertades.

Por lo que respecta a la defensa del exfuncionario, el mejor consejo que debieron darle a su cliente, más que comprometerse con las investigaciones, era apegarse de manera estricta a las aplicaciones de servicio a domicilio.